lunes, 26 de septiembre de 2011

Fusiones y mapa municipal: los términos de un debate riguroso

Las decisiones adoptadas por el Gobierno italiano para la reducción de la deuda pública relacionadas con la vida local vuelven a suscitar en España la polémica acerca de la supresión de municipios y provincias.
De momento quisiera referirme tan solo a los primeros. Y me gustaría recordar que, cuando nadie o muy pocos lo mencionaban, publiqué un libro (con Pedro de Miguel García, 1987) sobre este asunto. Estudiamos entonces el nuevo Reglamento de Población y Demarcación territorial que acababa de aprobar el Gobierno (1986), en cuya redacción los dos autores habíamos intervenido activamente, y además analizamos por primera vez en España la reforma municipal alemana que había pasado inadvertida en su momento y que había logrado bajar el número de municipios a unos ocho mil (desde los veintantos mil que fue el punto de partida). Analizamos las leyes de los Länder que se habían aprobado y, lo que es más importante, la abundante jurisprudencia constitucional recaída y que procedía de casi todos los tribunales constitucionales alemanes pues la reforma había dado lugar a mucho pleito que estos tuvieron que zanjar. Y lo hicieron prácticamente siempre a favor de la supresión sin que el argumento de la autonomía local -esgrimido por los recurrentes- convenciera a los magistrados.
Recuerdo esto para señalar que tengo algún título para considerarme un pionero en la defensa de la tijera en nuestro mapa municipal. Luego la he defendido -sin el menor éxito como la realidad demuestra- en multitud de ocasiones con motivo de conferencias y escritos menores.
Precisamente porque me parece un asunto de relevancia constitucional no es adecuado que se trate de resolver al calor (y los sofocos) que produce la lucha contra el déficit presupuestario. Que, por cierto, no es nuevo pues los aficionados a la historia sabemos que Felipe II, nada más iniciar su reinado, decretó la primera suspensión de pagos o bancarrota de la historia de España. Y desde entonces las ocasiones se han prodigado, famosa es la de 1739 a la que tuvo que recurrir Felipe V, a poco de entronizarse la dinastía borbónica. Y, por cierto también, si activamos la memoria, recordaremos que los municipios se vieron implicados en estos acontecimientos pues en esa época se procedió -como remedio- a una venta masiva de baldíos que eran tierras realengas utilizadas por los pueblos en usufructo y que se saldó con un fracaso mayúsculo (durante el reinado de Fernando VI se devolverían).
De manera que sí a la tijera en el mapa municipal, pero -y esto es muy importante- no para ahorrar porque los pequeños ayuntamientos generan muy poco gasto siendo los grandes los que exhiben cifras de sonrojo. La reducción del número de municipios no debe ser parte de una política de ahorro sino de una política de mejora de la calidad de nuestra democracia pues un ayuntamiento que represente a unos pocos vecinos antes es familia que Administración pública. Y de perfeccionamiento en la oferta de servicios. Cuando un ayuntamiento tiene que prestar todos ellos o los más importantes mancomunado con otros es que algo ha ocurrido en ese tejido social y el derecho público debe dar una respuesta adecuada.
Antes de adoptar otras providencias, es también mi criterio que esa tijera a la que estoy aludiendo ha de blandirse con decisión, en las miles de sociedades, falsas fundaciones y otros “entes instrumentales” que se han creado precisamente y sobre todo en los grandes municipios. Nidos que son de despilfarro y de clientelismo político como argumentó Mercedes Fuertes en su libro “Grupos públicos de sociedades” (2007).
Si no lo hacemos así, estaremos disparando sobre un blanco equivocado.
Después vendría el uso de la tijera en el mapa municipal. En principio ha de concebirse en términos de voluntariedad, fruto de acuerdos libremente adoptados en el seno de las corporaciones afectadas.
Si no se llega a ellos, en vez de tijera procede emplear el bisturí.
Ese bisturí ha de ser activado por el gobierno y por los parlamentos de las Comunidades autónomas. Primero, por exigencias constitucionales y porque así lo disponen las previsiones actualmente vigentes tanto en los Estatutos de autonomía como en la Ley básica de régimen local. Segundo, porque las Comunidades autónomas tienen en este terreno un magnífico espacio para demostrar que sirven para atender sus bien cercanos asuntos, cabalmente la propia ordenación de su espacio. Si no son capaces de esto, estarán poniendo de manifiesto que desde lejos se legisla y administra mejor. Lo que comprometerá la dignidad y aun el sentido mismo de su papel institucional.
Como dijo el poeta “los tiempos son idénticos, distintas las miradas”. Esta es la mía.