Cuando el BOE concretó el pasado lunes las medidas del famoso decreto-ley del ajuste, un escalofrío de terror recorrió todos los ayuntamientos de España. De un plumazo, con nocturnidad y alevosía, les dejaban sin posibilidad real de crédito. Los alcaldes llamaron de urgencia a sus delegados de Hacienda, éstos a sus interventores, los interventores hicieron consultas jurídicas. Ninguno, ni en su peor pesadilla, hubiera podido figurarse que les sería cortado el único hilo de liquidez del que disponían. Los más ágiles se apresuraron a convocar plenos urgentes para aprovechar el único día que les dejaba la fulminante entrada en vigor del decreto. Una truculenta subsanación de errores aclaró que la prohibición de operaciones a largo no entraría en vigor hasta principios de 2011. Ese aplazamiento rebajó algo la tensión, aunque nos tememos que el alivio será fugaz y pasajero. Ya nada volverá a ser como antes. Hasta ahora los bancos habían prestado el dinero a los ayuntamientos. A partir de ahora se lo pensarán muy mucho antes de desembolsar créditos a entidades que saben que tendrán muchas dificultades para poder devolver lo que reciben. La sequía crediticia que asoló a empresas y familias, diezmará a partir de ahora las cuentas municipales. A pesar de la rectificación, el gobierno ya ha apuntado al corazón de la bestia, la deuda municipal. Por ese agujero negro puede descoserse el débil tejido económico de gran parte de nuestras instituciones. De facto o de iure, los bancos dosificarán con cuentagotas su riesgo municipal. El desplome ha comenzado. Desgraciadamente – y en eso el gobierno tiene razón – los municipios habían empezado una loca carrera de endeudamiento para tapar los muchos agujeros de su angustiosa situación. No tenían otra alternativa real de financiación, una vez agotada la mina de oro del urbanismo desatado. Pedían y pedían para las nóminas, para las contratas, para los proveedores, pera los consumos básicos. La deuda creció con tal rapidez que pronto alcanzaría los 50.000 millones de euros, la friolera del 5% del PIB. Los munícipes, como antes ocurriera con las autonomías, el Estado, las familias y las empresas, le habían perdido el miedo a la deuda. “Haced lo que debáis, aunque debáis lo que hacéis” repetía con imprudencia el presidente de la FEMP. Para cuadrar el presupuesto se inflaban ingresos y se pedían préstamos. Nadie, hasta la fecha, acometió de verdad recortes severos. Nos endeudábamos pensando ingenua o irresponsablemente, que alguien vendría a rescatarnos del pozo en el que nos metíamos. Pero no. Esta vez no será así. En esta ocasión, el Estado ni está ni se le espera. Bastante problemas tiene para cuadrar sus cuentas, como para pensar ahora en salvar la de los municipios, que se ven abandonados ante su desoladora realidad. Muchos son los que están al límite de sus posibilidades, cuando no directamente en una situación e suspensión de pagos real. ¿Qué pasará ahora que se acaban los préstamos redentores? Pues que nadie lo dude. No tendrán dinero. No podrán pagar ni obras, ni proveedores y, en muchos casos nos tememos que tampoco las nóminas. Se generará una grave conmoción social y económica que derivará en una honda crispación.
Sin duda alguna, los municipios tienen sus propios pecados que purgar. Ahora bien, ¿no podía el gobierno haber consultado o negociado una medidas tan traumáticas y determinantes? ¿No se podía haber acompasado con un plan de reducción de gastos? Los próximos meses serán muy convulsos. Todos los partidos políticos son responsables en igual grado de la deuda municipal. ¿Qué harán para lograr domar al monstruo que han cebado?
Manuel Pimentel
Sin duda alguna, los municipios tienen sus propios pecados que purgar. Ahora bien, ¿no podía el gobierno haber consultado o negociado una medidas tan traumáticas y determinantes? ¿No se podía haber acompasado con un plan de reducción de gastos? Los próximos meses serán muy convulsos. Todos los partidos políticos son responsables en igual grado de la deuda municipal. ¿Qué harán para lograr domar al monstruo que han cebado?
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