Ser empresario significa asumir riesgos, y el riesgo supone necesariamente fracasar en ocasiones. Cualquier persona que haya arriesgado, habrá conocido éxitos y derrotas, las dos caras consustanciales de su actividad. En España tenemos alergia al fracaso, y castigamos socialmente a los que consideramos perdedores. ¡Qué razón tiene el refrán de hacer leña con el árbol caído! Tenemos aversión a arriesgar, en gran parte por el atávico pavor a perder.
Esa es una de las principales razones de la bajísima tasa de empresarios de este país nuestro, en el que una mayoría abrumadora de jóvenes siguen prefiriendo opositar a embarcarse en una aventura empresarial. Y esa tendencia se está acentuando en esta crisis pavorosa, que tantas ilusiones se llevó por delante. ¡Míralo – murmuran muchos con sádica satisfacción – se creía alguien y fíjate como está el pobre, arruinadito perdido! ¡Niño, niña, dejaros de aventuras e iros para lo seguro que mira lo que le pasó a fulanito, que se iba a comer el mundo y le acaban de embargar la casa. ¿Quién querrá ser empresario? Muchos son los que se regodean ante la imagen de los muchos emprendedores que lo están pasando mal o que, sencillamente, se han arruinado durante estos años aciagos. Nadie tiene compasión con ellos. Se les considera apestados, se les mira con conmiseración en el casino del pueblo, se les acusa de avaricia desmedida y ambición cruel. Incluso, de ser los responsables de la crisis. Sus familias, avergonzadas, dejan de asistir a sus reuniones sociales habituales. No pueden soportar la humillación de verse derrotados ante los que antes le alababan.
Cientos de miles de empresas han cerrado, con el consiguiente dolor para los trabajadores despedidos – a los que tenemos que ayudar en lo posible – y para sus promotores. Dado que la inmensa mayoría de nuestras empresas con muy pequeñas, e incluso unipersonales, podemos figurarnos la dramática situación por la que estarán pasando esos autónomos y empresarios a los que no les queda ningún derecho tras el cierre de su negocio, salvo el oprobio y la desesperación. Desde aquí nos acordamos de ellos, y les pedimos que no se arrodillen. Los necesitamos. Que luchen contra viento y marea para volver a levantarse. Muchos lo conseguirán a base de raza y casta.
Tenemos que reivindicar el fracaso. Necesitamos muchas más personas que se atrevan a arriesgar sus patrimonios para construir empresas con las que cimentar la riqueza de nuestra sociedad. Y si un porcentaje de ellas fracasan en su intento, no pasa nada. ¡Que vuelvan a intentarlo de nuevo! En EEUU incluso se considera el fracaso como una buena experiencia para un curriculum. Es la única garantía de que no volverá a incurrir en lo mismo. Si nadie arriesgara, no existirían fracasos puntuales, la que fracasaría sería la sociedad en su conjunto. En España precisamos más fracasos. Será la evidencia de que muchos éxitos también están teniendo lugar. Debemos hacerle un lugar al fracaso en nuestra escala de valores. No existe el progreso sin su compañía.
Gerardo Díaz Ferrán, como tantos otros empresarios, tiene graves problemas con algunas de sus empresas. Puede acabar en la ruina. O no. Sólo el tiempo lo dirá. Es impresionante el ejercicio de dignidad que está ofreciendo, dando la cara y asumiendo los hechos. Nadie recuerda ahora que, hace unos años, vendió una de sus empresas y obtuvo por ella doscientos millones de euros. Podía haber vivido como un marajá el resto de sus días, pero decidió invertir ese dinero y arriesgar en nuevos negocios. Uno de ellos fue Air Comet, que llegó a contratar casi mil personas. Por diversos motivos la empresa fracasó. ¿Hizo entonces mal en crearla? Díaz Ferrán lo puede perder todo. ¿Perdería España si muchas más personas decidieran arriesgar todo su patrimonio en crear empresas y actividad, aunque fracasaran un porcentaje de ellas?
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