Sabido es que la maquinaria informática que los funcionarios manejamos para desenvolver nuestro trabajo no es nuestra, sino de titularidad pública, por más que se nos asigne un PC y hasta podamos disfrutar de claves personales e intransferibles. Pero tal obviedad no solventa los problemas generados por el uso diario, activo (entrada a la red) o pasivo (recepción de mensajes), por parte de los empleados públicos. Y añado: y las autoridades a quienes un poder público les habilita y sufraga un equipo ofimático. El uso de bienes públicos con fines privados no es novedad traída por la revolución tecnológica y muchos han sido y son los casos del uso doméstico del coche oficial o de la utilización de subordinados para hacer recados particulares. Más modernamente, saltan con frecuencia a los noticiarios las facturas escandalosas de telefonía de algunos supuestos servidores públicos en lo que es el cuento de nunca acabar. En el caso de los ordenadores no sólo se trata de que el personal no se distraiga con accesos poco edificantes a la red, sino, simplemente, que no se navegue para fines ajenos a la función que se desempeña. Naturalmente, todo requiere de una cierta mesura y proporcionalidad, porque una cosa, por ejemplo, es consultar una noticia de interés general y otra pasarse las mañanas leyendo toda la prensa digital.
Pero, como acabo de señalar, las facultades limitativas de las Administraciones no se circunscriben al control del uso activo de la computación, sino también a la recepción de información. El Tribunal Superior de Justicia de Asturias, por ejemplo, acaba de dar la razón al Gobierno del Principado en un pleito planteado por Comisiones Obreras, en cuanto a la licitud de restringir los envíos de correos masivos a sus afiliados o simpatizantes funcionarios, a través del sistema informático de la Administración. La sentencia, de la Sala de lo Social, rechaza la denuncia presentada por el sindicato y estima la argumentación de la Comunidad Autónoma de que los correos masivos saturan su sistema informático, máxime si se envían a los más de 35.000 empleados públicos regionales. El Ejecutivo autonómico había prohibido, el pasado mes de abril, los envíos de correos con más de 25 destinatarios, lo que el sindicato impugnante entendió que incumplía el Estatuto de los Trabajadores y la ley de Libertad Sindical.
El Tribunal destaca que “el interés general de la colectividad está por encima del interés particular de cada sindicato” puesto que “acceder a la pretensión de la demanda significaría consagrar un claro ejercicio antisocial del derecho a la libertad sindical en cuanto lesiona otros derechos iguales de otros sindicatos y en especial lesiona el interés general de todos los administrados (...) ya que si los diez sindicatos que tienen presencia en la Administración del Principado invocaran la misma pretensión, resultaría que los servicios informáticos, que están al servicio de la colectividad, serían de uso casi exclusivo suyo”. Y la medida no supone, según la sentencia, una restricción de los derechos informativos de los sindicatos puesto que el Principado abrió a las centrales un portal digital de uso exclusivo por las mismas y fácil accesibilidad.
Sentencia, por tanto, interesante aunque no agote, ni mucho menos, la problemática del asunto. Por citar un tema bien conocido: ¿existe libertad del empleado público para instalarse el salvapantallas que más le guste? ¿Hay límites derivados del decoro, el buen gusto o el respeto a la función desempeñada? ¿Quién puede vigilar y corregir hipotéticos excesos? Pienso, de inmediato, en la anunciada reforma de la legislación orgánica de libertad religiosa, endureciendo la apuesta por la laicidad ente la simbología que aún subsiste en algunas dependencias (cada vez menos). Si alguien tiene en su pantalla una imagen sacada del santoral, un salmo del Antiguo Testamento o unas aleyas y azoras coránicas, ¿infringirá la ley?
Hasta no hace nada, los despachos, civiles y militares, de muchos cuadros de la Administración estaban copresididos por símbolos vinculados a la creencia mayoritaria, otrora única y oficial. Pero también –y eso subsiste a todos los niveles- no son pocos quienes en su mesa colocan fotografías familiares, que también pertenecen, en teoría, al ámbito personal de cada quien. Esas instantáneas, digitalizadas, se llevan en la actualidad muchas veces al salvapantallas y uno empieza a dudar si encontrarse con el cónyuge y la prole al encender el ordenador no será una irregularidad sancionable. Menos mal que siempre nos queda el escudo del principio de legalidad y de la tipicidad sancionadora, tan relajados, por cierto, en las relaciones de especial sujeción, a la hora de impedir que nos recriminen una conducta de este tipo. ¿O es ridículo regular esas nimiedades? Yo confieso que tengo el retrato de mi gata y espero que los modernos inquisidores no me acusen por ello de practicar la brujería y me afeiten un poco más la nómina.
Leopoldo Tolivar Alas
Pero, como acabo de señalar, las facultades limitativas de las Administraciones no se circunscriben al control del uso activo de la computación, sino también a la recepción de información. El Tribunal Superior de Justicia de Asturias, por ejemplo, acaba de dar la razón al Gobierno del Principado en un pleito planteado por Comisiones Obreras, en cuanto a la licitud de restringir los envíos de correos masivos a sus afiliados o simpatizantes funcionarios, a través del sistema informático de la Administración. La sentencia, de la Sala de lo Social, rechaza la denuncia presentada por el sindicato y estima la argumentación de la Comunidad Autónoma de que los correos masivos saturan su sistema informático, máxime si se envían a los más de 35.000 empleados públicos regionales. El Ejecutivo autonómico había prohibido, el pasado mes de abril, los envíos de correos con más de 25 destinatarios, lo que el sindicato impugnante entendió que incumplía el Estatuto de los Trabajadores y la ley de Libertad Sindical.
El Tribunal destaca que “el interés general de la colectividad está por encima del interés particular de cada sindicato” puesto que “acceder a la pretensión de la demanda significaría consagrar un claro ejercicio antisocial del derecho a la libertad sindical en cuanto lesiona otros derechos iguales de otros sindicatos y en especial lesiona el interés general de todos los administrados (...) ya que si los diez sindicatos que tienen presencia en la Administración del Principado invocaran la misma pretensión, resultaría que los servicios informáticos, que están al servicio de la colectividad, serían de uso casi exclusivo suyo”. Y la medida no supone, según la sentencia, una restricción de los derechos informativos de los sindicatos puesto que el Principado abrió a las centrales un portal digital de uso exclusivo por las mismas y fácil accesibilidad.
Sentencia, por tanto, interesante aunque no agote, ni mucho menos, la problemática del asunto. Por citar un tema bien conocido: ¿existe libertad del empleado público para instalarse el salvapantallas que más le guste? ¿Hay límites derivados del decoro, el buen gusto o el respeto a la función desempeñada? ¿Quién puede vigilar y corregir hipotéticos excesos? Pienso, de inmediato, en la anunciada reforma de la legislación orgánica de libertad religiosa, endureciendo la apuesta por la laicidad ente la simbología que aún subsiste en algunas dependencias (cada vez menos). Si alguien tiene en su pantalla una imagen sacada del santoral, un salmo del Antiguo Testamento o unas aleyas y azoras coránicas, ¿infringirá la ley?
Hasta no hace nada, los despachos, civiles y militares, de muchos cuadros de la Administración estaban copresididos por símbolos vinculados a la creencia mayoritaria, otrora única y oficial. Pero también –y eso subsiste a todos los niveles- no son pocos quienes en su mesa colocan fotografías familiares, que también pertenecen, en teoría, al ámbito personal de cada quien. Esas instantáneas, digitalizadas, se llevan en la actualidad muchas veces al salvapantallas y uno empieza a dudar si encontrarse con el cónyuge y la prole al encender el ordenador no será una irregularidad sancionable. Menos mal que siempre nos queda el escudo del principio de legalidad y de la tipicidad sancionadora, tan relajados, por cierto, en las relaciones de especial sujeción, a la hora de impedir que nos recriminen una conducta de este tipo. ¿O es ridículo regular esas nimiedades? Yo confieso que tengo el retrato de mi gata y espero que los modernos inquisidores no me acusen por ello de practicar la brujería y me afeiten un poco más la nómina.
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