miércoles, 13 de julio de 2011

El debate sobre las diputaciones

Las Diputaciones se acaban de colar en el debate público. ¿Si o no a las Diputaciones? Lo primero que debe destacarse es el cuidado con el que debemos movernos. Por la elemental razón de que “el gobierno y la administración autónoma de las provincias estarán encomendados a Diputaciones u otras Corporaciones de carácter representativo”. Esto no está escrito en un panfleto sino en el artículo 141, punto segundo de la Constitución española. Por tanto, mesura a la hora de pretender el fin del aliento de las Diputaciones.
Fueron conformándose estas como instituciones a lo largo del siglo XIX al hilo de la nueva planta de la Administración que se diseña en la Constitución de 1812 y que conoció, en relación con la Administración local, momentos de infarto: pensemos que la primera Regencia de Espartero (con el exilio de la Reina Gobernadora), en 1840, se debe a la polémica sobre la elección de los alcaldes, como si de un entremés cervantino se tratara. La provincia está buscando a la sazón su hueco y lo encuentra a partir del célebre Decreto de Javier de Burgos que las crea y encomienda su mando y administración a los subdelegados de Fomento, a imagen y semejanza -más o menos- del Prefecto francés.
De momento la Provincia no es, básicamente, sino un espacio pensado para los servicios del Estado. En las reformas posteriores -1845 y el resto de la posterior obra de los moderados- se va afianzando poco a poco su carácter de espacio propio y por ello no es extraño que las Diputaciones vayan perfilándose como un escalón de la Administración local. Junto al control de los Ayuntamientos y la colaboración en la recluta de quienes debían servir al Ejército, las Provincias y las Diputaciones empezarán a disponer de un ámbito de gestión propio: bienes, establecimientos asistenciales, montes, etc.
Las leyes de finales de siglo, ya con la Monarquía restaurada -a partir de Sagunto-, abundan en esta dirección, lo que se confirma en los Estatutos de Calvo Sotelo aprobados durante la Dictadura de Primo de Rivera, una obra legislativa que -preciso es recordarlo- la II República no se atrevió a tocar y, cuando lo hizo, en 1935, fue de forma bien respetuosa.
Ahora -en estos años de sobresaltos que vivimos- me sorprende que se haya anudado la reforma de la sanidad pública nada menos que a la supresión de las Diputaciones. No puede haber una afirmación más desafortunada porque lo que se debe a las Diputaciones es un homenaje, justo en ese ámbito, pues fueron pioneras en la creación de magníficos hospitales y en la atención a enfermos desasistidos, por ejemplo los que exigían tratamiento psiquiátrico. Solo cuando hagamos ese homenaje podemos volver a vincular sanidad y Diputaciones.
Para que se me entienda, no defiendo sin más el escalón provincial ni a las Diputaciones y tengo escrito en muchos sitios que su constitucionalización fue una exageración en 1978. Lo que sí mantengo es que lo que hagamos con estos artefactos debería hacerse en el marco de una reforma general de la Administración local. De una reforma pensada en todos sus escalones y abarcando todos sus matices. No en “un repente” ni de la manera despachada con la que a veces procedemos por estos pagos.
Por tanto, vamos a pensar en los ocho mil y pico municipios, en las mancomunidades, en las comarcas, en los servicios periféricos de las Comunidades autónomas … y, cuando tengamos todo eso digerido, abordamos la reforma provincial. A lo mejor entonces se vuelve a encontrar sentido a la idea que los expertos de la Comisión García de Enterría adelantamos en 1981: las Diputaciones como administración indirecta de las Comunidades autónomas.

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