No creo que “sobren” Administraciones, ni que sean precisamente las Municipales, o sea, los Municipios, los que hayan de pagar el pato de la crisis. Si el Estado contemporáneo ha entrado en una situación crítica -de la que difícilmente va a poder salir sin reestructurar seriamente las bases sobre las que se asienta- también se debe a una irresponsable centralización de los Estados que ha agostado los vínculos naturales de solidaridad de los hombres con sus auténticos núcleos de convivencia (familia, barrio y municipio).Estoy convencido de que existe una desproporción geométrica entre el interés de los ciudadanos y la lejanía de los encargados de resolver las cuestiones públicas, salvo excepciones. Y, si existe alguna posibilidad real de interesar a los ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos de forma real y eficaz, es a través de la aproximación de aquéllos a los centros primarios de decisión política, además del fortalecimiento de los sentimientos de participación activa en los órganos decisorios y de propiciar, en suma, la ósmosis entre éstos y los miembros de la comunidad. Es verdad que la aparición de necesidades colectivamente sentidas en niveles superiores a los de las reducidas comunidades de antaño, ha exigido la génesis y categorización de organizaciones políticas de mayor ámbito geográfico y, por ende, financiero, burocrático, patrimonial, etc. Sin embargo, no parece necesaria ni la debilitación progresiva, ni la supresión de núcleos organizativos geográfica y orgánicamente reducidos, en favor de los grandes aparatos políticos contemporáneos, aunque la célula municipal -también provincial o comarcal- carece, cada vez en mayor grado, de ese “sense de pouvoir” que caracteriza a cualquier organización política.
Treinta y tres años después de la Constitución de 1978, constatamos progresos, tan indiscutibles como desiguales, en el autogobierno municipal -nada tiene que ver la evolución de los pequeños con la de los “grandes”-, y también que la aparición y fortalecimiento de las Comunidades Autónomas han eclipsado la vida municipal (provincial o comarcal), sobre todo en los aspectos económico-financieros. Es cierto que los “entes políticos intermedios” (como los “estados federados”, “comunidades autónomas” u otras variantes similares) han contribuido a mitigar los vicios de las tendencias centrípetas, sin que, desgraciadamente, hayan eliminado del todo la patología de las actitudes centrífugas, especialmente para las entidades “menores” como los Municipios, abandonados a su suerte y muchos de ellos abocados en buena medida a su desaparición. Pero lo diré sin ambages, recordando al gran Alexis de Tocqueville: “El municipio es la escuela de la democracia”. Sí, sin duda, en los municipios, y especialmente en los más pequeños, se fragua uno de los valores esenciales de la democracia, que es el vínculo entre los representantes políticos y los representados a quien aquellos deben servir. Conexión, o contacto, que permite un juego efectivo de la evaluación del desempeño de la actividad política y de los controles de la misma.
¿Qué resulta más difícil admitir el minifundismo municipal a toda costa y con todas las consecuencias de su “autonomía”? Pues, por un lado, que los “servicios públicos” imprescindibles se presten por quien pueda hacerlo y, por otro, que los tributos -quintaesencia del principio de solidaridad- se distribuyan mejor. Conviene evitar que, como ocurre con el poder, una vez arriba, los impuestos se queden en lo alto.
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