Sin poderlo evitar, comulgamos en la idea general de que nunca pasa nada y que, al final, las cosas siempre terminan arreglándose. Parece como si la naturaleza nos hubiera regalado una compasiva ley general del autoengaño y consuelo, para poder mantenernos serenos en las épocas de turbación. Cuando nuestro suelo se mueve, repetimos aquel mantra castizo de que no existe mal que cien años dure, o aquello tan socorrido de que tras la tempestad, siempre regresa la calma.Este principio general de que “nunca pasa nada y al final todo se arregla” ha contaminado nuestra visión del mundo del tal forma, que somos incapaces de percibir el desmorone de la realidad que creíamos inmutable. Cuando observábamos con asombro como republicanos y demócratas jugaban al suicidio en el borde mismo de la suspensión de pagos de EEUU, siempre estuvimos convencidos de que, al final, los contendientes llegarían a un acuerdo de mínimos en última hora. Cuando Grecia se hundía ante las reticencias alemanas de aportar más capital, siempre pensamos que al final cedería para evitar un mal mayor; cuando el euro se tambalea, nos consolamos pensando que al final algo se le ocurrirá al BCE para salvar in extremis la magna creación europea. Cuando vemos agonizar a nuestros ayuntamientos, siempre nos queda la esperanza de que el Estado los salvará en última instancia. ¿Cómo los van a dejar caer, no?, oímos con frecuencia. Nuestra sociedad está narcotizada por la meliflua pócima del nunca pasa nada y camina zombi hacia el precipicio, con la sonrisa puesta.
Nunca pasa nada. ¿Cómo puede alguien pensar eso? ¿Es que no conocen las lecciones del pasado? Aviso a navegantes. Si algo nos enseña la historia, es que pasan cosas, muchas cosas. Desde siempre y para siempre. Nada es eterno, todo fluye, como nos enseñó el filósofo. Se crean ciudades, nacen imperios, se desarrollan culturas y civilizaciones. Se destruyen ciudades, mueren imperios, decaen culturas y civilizaciones hasta perderse bajo el polvo del olvido. Somos esencia de arqueología, y quién sabe si el mundo que hoy construimos será siquiera conocido cuando el mariscal tiempo haya recorrido un dilatado camino.
El hundimiento de las bolsas y de la deuda no es sólo cuestión de especuladores, mercados y ambición. De alguna forma, es el termómetro de nuestra esperanza, nuestra confianza en el futuro y nuestra imagen frente a los terceros. Y nuestro edificio se tambalea. Tengamos los ojos abiertos y asombrémonos del espectáculo de un mundo nuestro que amenaza con derruirse. Si no fuera por el dolor que nos acarrea, incluso podríamos disfrutar del escenario en llamas, al modo de Nerón ante la Roma incendiada. Se estaba destruyendo el patrimonio y la riqueza de la ciudad, ¡pero qué gran espectáculo para la inspiración! Nos ha tocado la maldición de ser los sufridores de esta devastación, pero el privilegio de ser testigos del mayor cataclismo telúrico que vieron los tiempos. El mundo que conocíamos y en el que tanto confiábamos se nos desmorona sin que sepamos cómo enderezarlo. Aunque el alcalde esté dispuesto a afrontar duros recortes, las protestas y los juzgados se lo impedirán. Aunque el Estado desee ayudar a los ayuntamientos en quiebra, sus arcas vacías y las limitaciones de déficit no se lo permitirán. Aunque la Comisión Europea, Alemania y el BCE se empeñen, ya no podrán rescatar a Italia y España. Somos un bocado demasiado grande para ellos, y si caemos, arrastraremos a los demás. A lo peor, comprobamos en pocos meses que a veces la historia se acelera y pasan cosas. ¿Cómo qué? Pues ni idea, pero, por jugar al juego de las posibilidades, como que se rompa el euro, porque salgan Alemania y los listos, o porque nos echen a los torpes. O que EEUU sufra un brusco bloqueo institucional y financiero que termine por colapsar el país. Pero, también, quién sabe, que se invierta la ruleta de la fortuna y nos toque ganar de nuevo.
Lo único que sabemos es que van a pasar cosas. Y serán trascendentes, de gran intensidad y revolucionarias. Un mundo conocido muere para dar paso a uno nuevo de incierto desenlace. El suspense es máximo y nuestro corazón se acelera. Siéntense en sus sillones de espectadores y dispónganse a experimentar emociones fuertes, muy fuertes. Al fin y al cabo, la historia es tacaña, y sólo muy de vez en cuando abre la espita de las grandes transformaciones. Ahora toca, y nosotros las veremos.
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