No puede negarse que uno de los activos de nuestro país, por maltrecho que esté en algunas zonas, es nuestro territorio. Sobre el mismo se proyecta la acción de entidades públicas y privadas, no siempre fácil de articular. Sobre él confluyen múltiples intereses, frecuentemente contrapuestos. Entre territorios, con sus representantes al frente, se producen habitualmente curiosas prácticas de competencia, a escala local o autonómica. La riqueza de matices que cualquier acercamiento a la problemática territorial posee es inmensa. Ahora, desde la normativa de desarrollo rural estatal, que contempló la figura en la Ley 45/2007, de 13 de diciembre, y el Real Decreto 752/2010, de 4 de junio, se acaba de regular el contrato territorial como instrumento para promover el desarrollo sostenible del medio rural mediante el Real Decreto 1336/2011, de 3 de octubre. Si la propia denominación del instrumento resulta atractiva, la proyección que la nueva normativa pretende darle, impulsándolo como herramienta de política económica general para el medio rural español, lo hace todavía más.La preocupación del legislador, impulsada por la Unión Europea hoy en crisis, por el desarrollo rural me lleva a reflexionar sobre los problemas que atraviesa la gobernanza del medio rural en España. Contamos con un medio rural extraordinariamente fragmentado desde un punto de vista administrativo, con una endémica debilidad financiera y densidades de población bajísimas, con una población envejecida y en franca regresión y graves dificultades, en el actual contexto de crisis y reconversión de lo público, para mantener un nivel de dotaciones y servicios que lo hagan ya no atractivo sino simplemente digno para la vida en sociedad. Y es que según datos del padrón de 2010 de los 8.114 municipios españoles 4.862 tienen menos de mil habitantes, de los cuales 1.058 cuentan con menos de 101 y 2743 entre 101 y 500 habitantes. Es la España interior la que reúne el mayor número de estos municipios, muy especialmente Castilla y León, Aragón y, algo menos, Castilla-La Mancha. En ellos, muy frecuentemente, resulta difícil afrontar la prestación de los servicios exigidos por la normativa de régimen local. En este contexto, ante la impotencia política para lograr una efectiva reordenación de la planta municipal, la importancia de las políticas de desarrollo rural y su percepción y conversión en auténticas políticas de desarrollo económico sostenible no pueden ocultarse.
Cualquier gestor guiado por criterios de eficacia, eficiencia y racionalidad observará con sorpresa y preocupación el devenir de la administración en España. No sólo no se afronta la reordenación del mapa local como consecuencia de su evolución demográfica o los movimientos migratorios sino que se tiende a ignorar y aun agravar el problema. Hoy día, tras la implantación de las Comunidades Autónomas, que han potenciado un gobierno asimétrico del territorio, se siguen creando municipios, por segregación de otros mayores; se crean comarcas, como administraciones territoriales, en competencia con los propios municipios, pese a la dicción de la normativa básica de régimen local, y con las diputaciones provinciales; se cuestiona a las diputaciones provinciales, juzgándolas innecesarias una vez implantadas las Comunidades Autónomas en todo el territorio; pero asistimos también a creaciones como las veguerías de Cataluña, que, en la escena española, es la Comunidad Autónoma líder en administración local, con sus municipios, comarcas, veguerías y provincias aun dejando al margen otras entidades locales que proliferan en su territorio ¿Alguien da más? No creo que el problema, evidente, pueda ignorarse durante mucho más tiempo y las apelaciones al municipalismo, que se han traducido en cierto inmovilismo, no parecen dar mucho más de sí.
El atractivo de las políticas de desarrollo rural o del contrato territorial, a mi juicio, radica en que toman como centro al ciudadano del medio rural, a las explotaciones económicas típicas del mismo; fomentan el asociacionismo, las agrupaciones y asociaciones de titulares de explotaciones agrarias, gestión y aprovechamiento de montes o terrenos forestales o terrenos cinegéticos. Se trata de acciones públicas que centran su atención en los auténticos problemas de la tierra, los de sus habitantes, y tratan de afrontarlos evitando la despoblación del medio rural, generando una actividad agraria multifuncional que mejore la cadena de producción en el mismo, creando y conservando empleo rural, manteniendo los sistemas agrarios tradicionales. Pero, además, el contrato territorial se vincula estrechamente a la consecución de objetivos en relación con el medio rural mismo, conservando y restaurando la calidad ambiental, el suelo, el agua, el patrimonio natural y la biodiversidad, el paisaje rural y el patrimonio cultural o la consecución de los objetivos de la Red Natura 2000 u otros espacios de áreas protegidas, entre otros. Buscan, pues, otros agentes, otros destinatarios.
Vivimos tiempos críticos y la organización administrativa no puede quedar al margen, no quedará al margen. Se hace necesario un gran pacto de Estado que mejore la gobernanza del territorio, orgánica y funcionalmente. No es cuestión únicamente electoral, aunque lo electoral actúa como freno a la efectiva intervención sobre la planta administrativa. Cuestionar las provincias supone poner en cuestión la fundamental demarcación electoral. Cuestionar municipios insostenibles comporta debilitar la base de poder, por artificiosa que sea, de pequeños partidos de ámbito regional que tienen a gala su elevado número de alcaldes y concejales, que palidece si lo traducimos a número efectivo de ciudadanos representados. Cuestionar comarcas, veguerías u otros inventos coyunturales genera inseguridad e incertidumbre en un sistema de partidos que tiende a mantener las estructuras electorales que conoce y que, además, mimetiza la organización del partido mismo con esa planta local. En otras palabras, reorganizar la administración pública y reformar la planta y el sistema electoral tiene un profundo impacto sobre el sistema de partidos que sus actuales estructuras dominantes, que basan en el conocimiento del sistema actual su dominación, no parecen dispuestos a asumir.
Decía el preámbulo del Estatuto local de 1924, según nos recuerda E. Orduña Rebollo (Historia del municipalismo español, Iustel, Madrid, 2005, p. 181) que “el municipio no es hijo del legislador; es un hecho social de convivencia anterior al Estado, y anterior también, y además superior a la Ley”, así como que “el nuevo Estatuto admite la personalidad allí donde la Naturaleza la engendra, sin establecer requisitos de mero artificio que nunca han podido tener posible cumplimiento”. Quizá, pero el mismo Estatuto apuntaba diferencias entre unos y otros municipios, y otorgaba personalidad jurídica y plena capacidad a las entidades locales menores. Admitía la diversidad que hoy, en gran medida, negamos. No podemos continuar acumulando niveles de administración, inadaptados a la realidad sobre la que han de actuar o incapaces de hacerlo, para continuar cuestionando constantemente su eficacia y eficiencia. Es precisa una reflexión serena, seria y sin apriorismos que analice las necesidades de gobierno del territorio, las demandas de sus ciudadanos; que concrete las competencias que se proyectan sobre el mismo y el nivel de gobierno más adecuado para su ejercicio; que identifique los requerimientos mínimos para que una administración resulte sostenible y pueda hacer frente a las competencias que se le encomienden; que distinga entre los municipios los que han de configurarse como administración con competencia y responsabilidad directa de gobierno y los que han de ejercerla, por resultar inviables otras alternativas, a través de otros niveles de gobierno. Los sentimientos personales y colectivos de pertenencia a la tierra, la identificación identitaria con un lugar, son merecedores de todo mi respeto y consideración porque protegen la tierra y la pervivencia de núcleos de población que dan vida al territorio. Pero no necesariamente han de traducirse en la existencia de una administración pública territorial que sólo estará justificada cuando pueda desarrollar, conforme a los principios constitucionales, su genérica función de servicio a los intereses generales.
Julio Tejedor Bielsa
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