Por muy específico que sea el régimen de los cuerpos docentes universitarios, que lo es, soy funcionario público porque tengo el honor y la suerte de pertenecer a ellos, como otros colegas de este blog. Soy pues empleado público, funcionario de carrera para ser más exacto. Y asisto atónito, como muchos otros compañeros, al espectáculo de los últimos años, que no meses cuando de función pública se habla, un espectáculo de vaivenes normativos y retributivos, de estatutos varios nonatos o incumplidos, de recortes en funciones y haberes, de inseguridad extrema en definitiva, de absoluta incertidumbre. El estatuto básico de los empleados públicos nació, y nadie lo alimenta; el estatuto de los cuerpos docentes universitarios languidece en el olvido tras la improvisada y desafortunada (técnica y materialmente) incursión del actual Gobierno en la materia, acaso por ser éstos cuerpos de los pocos que perciben complementos de productividad ligados a evaluaciones externas de la actividad investigadora, ajenas a la administración en que se presta servicio.
Los años y años de pérdida de poder adquisitivo en términos reales, camuflada como incremento nominal siempre inferior a la inflación, la reducción nominal de 2010, la limitación y trabas a la obtención de complementos, el incremento de jornada, la confiscación de la paga extraordinaria del próximo diciembre, la reducción de vacaciones… todo se ha pretendido justificar en la estabilidad en la relación de empleo, olvidando que tal relación de empleo estable es privativa de los funcionarios de carrera, por nombramiento (o sea, no contractual), que se logró a través de procedimientos formativos (a costa del aspirante y su familia) y selectivos habitualmente rigurosos y objetivos y que la estabilidad del funcionario público está directamente relacionada con los principios que han de inspirar la actuación de los empleados públicos, neutralidad, independencia y estricta sujeción al principio de legalidad, entre muchos otros. Otros empleados públicos, por cierto, se encuentran sujetos a una relación contractual de naturaleza laboral, indefinida o temporal, ganada también a través de procedimientos selectivos semejantes a los de los funcionarios públicos cuando de contratos indefinidos se trata. Sobre estos, por cierto, pende ya la amenaza del despido, individualmente o mediante expedientes de regulación de empleo que, si prosperan las iniciativas normativas en curso, tendrán además un régimen exorbitante especialmente favorable al empleador, la administración pública. Eso sí, deberán regirse en su actuación por los mismos principios de neutralidad, independencia y estricta sujeción al principio de legalidad, todos ellos en relación con un empleador que los podrá despedir, y por ello presionar al margen del interés general, expeditivamente.
La demolición de lo público en España, impulsada como en otros países por la Unión Europea, algunos estados miembros, el Banco Central Europeo y otras instituciones internacionales no se detiene lógicamente en la cartera de servicios y prestaciones que las diferentes administraciones públicas mantenían para con los ciudadanos. Alcanza también con toda su crudeza a la estructura administrativa que lo sustentaba, demonizando además a los empleados públicos que la sirven. Lo previsible es que, bajo otras formas, el brutal daño que las políticas actuales están produciendo en el empleo en sector privado alcancen también al sector público. Sin embargo, ese impacto se producirá, de manera igualmente previsible, no sobre las superestructuras políticas que conforman y lideran el sector público en España (Estado, Comunidades Autónomas, Entidades locales y sus respectivas entidades instrumentales, de naturaleza pública o privada), sino sobre las bases que, una vez destruidas resultarán mucho más difíciles de reconstruir. No caerán timoneles, sólo remeros. Y el barco de lo público, como mínimo, se parará.
En tales circunstancias no es de extrañar que cundan el desconcierto y el desánimo. Ni existe ya seguridad alguna en la relación de empleo, pues inexorablemente se están variando elementos fundamentales del estatuto del empleado público. No cabe tampoco afirmar que se vislumbren expectativas de mejora en un horizonte razonable. La pérdida de capital humano en lo público resulta, en este contexto, absolutamente inevitable. Hoy la demagogia política, el sectarismo ideológico y la desesperación de la sociedad ante una crisis generada fundamentalmente por el sistema financiero y el mercado inmobiliario, pero que ella va a pagar, hacen posible tamaña destrucción. Será inevitable, además, no sólo porque se desincentive o impida el acceso de nuevos empleados públicos, al menos donde sean necesarios, como ya está ocurriendo, sino también porque son ya varias las normas que van abriendo puertas de salida (para reducir gasto) que pueden acelerar el distanciamiento del empleado público de sus funciones.
La disposición adicional quinta del Real Decreto-ley 20/2012, de 13 de julio, de medidas para garantizar la estabilidad presupuestaria y de fomento de la competitividad, introduce una novedad, que ha pasado desapercibida en los medios, que puede ampliar muy notablemente el número de funcionarios públicos que disfruten de compatibilidad para el desarrollo de otras actividades en el sector privado manteniendo su régimen de dedicación y situación administrativa. Concretamente, prevé que “los funcionarios de la Administración General del Estado pertenecientes a los Subgrupos A1 y A2, incluidos en el ámbito de aplicación del Real Decreto 598/1985, de 30 de abril, podrán solicitar ante las órganos y unidades de personal con competencias en materia de personal de los Departamentos, Organismos Autónomos y Entidades gestoras de la Seguridad Social en los que estén destinados la reducción del importe del complemento específico correspondiente al puesto que desempeñan al objeto de adecuarlo al porcentaje al que se refiere el artículo 16.4 de la Ley 53/1984, de 26 de diciembre, de Incompatibilidades del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas”, excluyendo únicamente “de esta posibilidad a los funcionarios que ocupen puestos en Gabinetes de miembros del Gobierno y altos cargos de la Administración General del Estado, a los que desempeñen puestos que tengan asignado complemento de destino de nivel 30 y 29”.
Todos los funcionarios del Estado (estatales son los cuerpos docentes universitarios, por cierto) de tales subgrupos, los de mayor cualificación académica y mejor nivel retributivo, podrán obtener la compatibilidad renunciando en la forma expuesta a una parte de su complemento específico. Se trata, por tanto, de comparar la renuncia y el beneficio obtenido fuera de la administración, para optar o no por la compatibilidad. Eso sí, reducidas sus retribuciones, los funcionarios compatibles desarrollarán las mismas funciones que antes de la renuncia y la obtención de la compatibilidad. Aproximadamente un tercio de los actuales abogados del Estado, por ejemplo, podrían acogerse a esta disposición (gran parte de los que tienen los niveles excluidos están en excedencia o situaciones que les permiten ya compatibilizar). Sería interesante cuantificar detalladamente su alcance potencial. Su efecto sobre la administración será mucho más importante, en la práctica diaria y en la conciencia colectiva y personal, que el de otras medidas, supresión parcial de moscosos incluida, que han resultado mucho más mediáticas. Al tiempo.
Julio Tejedor Bielsa
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