A quienes, por habérseles acabado las vacaciones o por deformación profesional, hayan consultado el BOE del 29 de agosto, no habrá dejado de sorprenderles, por pintorescas –dicho sea con el mayor de los respetos- dos resoluciones allí insertadas, de 26 de junio de 2013, de la Consejería de Educación, Cultura y Deporte del Principado de Asturias. Ambas incoan expedientes para la declaración como bien de interés cultural de elementos de carácter inmaterial. En un caso, la misa asturiana de gaita. En el otro, la cultura sidrera de la Comunidad.
La misa asturiana de gaita es una eucaristía cantada en latín (salvo el Kyrie, que se hace en griego) con acompañamiento de gaita. Surge, según se dice en la resolución, en su configuración actual en el siglo XVIII y sólo pervive en determinados concejos asturianos, como Salas, Grado, Pravia, Aller, Lena, Quirós o Llanes, “habiendo desaparecido por completo de otras regiones del noroeste de España donde todavía a comienzos del siglo XX se conservaba”. En los últimos años ha habido en Asturias un esfuerzo para estudiar, inventariar, proteger y promocionar esta manifestación musical y litúrgica, lo que es loable a todas luces. La cuestión a plantear es si estamos ante una mera tutela cultural o si esa promoción incide en el hecho religioso –una misa es una misa- y las Administraciones de un Estado aconfesional deben limitar su intervención en la materia. Difícil labor mental –de ahí lo de empanada, que me aplico a mí mismo-, porque no estamos protegiendo un templo, ni un incunable sacro, sino un rito. Y algunos subsisten en España de gran interés histórico y belleza, como el hispano-mozárabe, por ejemplo. Un rito que, en este caso, es más que una procesión festiva –donde ya se ha planteado mil veces si la autoridad civil debe acudir o no-, a poco que se sepa lo que, en la fe cristiana, significa la misa. Porque no es fácil disociar canto y sonido de gaita con lo que la música celebra y acompaña. La celebración es una unidad.
Para muchas personas el tema resultará insignificante en cuanto a dudas de constitucionalidad partiendo de que la tradición secular no puede ni debe borrarse de un plumazo y los poderes públicos deben atenerse a la realidad social. La cuestión –y de ahí lo de la posible contradicción- es que la misma Consejería que promueve esta declaración de BIC ha mostrado en alguna ocasión su predilección por términos como “vacaciones de invierno y primavera” en detrimento de la terminología de raíces religiosas. Algo que siempre levanta ampollas y contestaciones agrias partiendo de que los días y los meses de nuestro calendario están saturados de invocaciones a las divinidades paganas y no se plantea su supresión. La experiencia de los revolucionarios franceses parece aleccionadora. Si Enrique IV, con sus reservas calvinistas, dijo aquello de “París bien vale una misa”, quizá los gestores culturales asturianos entiendan, también desde la indiferencia teologal, que la preservación de la tradición bien vale una misa de gaita.
En cuanto a la cultura sidrera que también se quiere proteger, “vincula en Asturias prácticas sociales, rituales y eventos festivos, así como tradiciones orales (conocimientos, prácticas), paisajes culturales y oficios tradicionales”. La sidra, según la justificación de la resolución, “aparece ya citada en la diplomática medieval desde el siglo VIII, lo que da a entender que tanto el cultivo del manzano como la técnica de la elaboración de la bebida eran conocidas antes, constituyendo en los siglos XII y XIII la mayor riqueza frutal de Asturias”. Ciertamente, la protección de los caldos de uva o de manzana es algo bien conocido y estudiado en el derecho público, comenzando por los reconocimientos de denominaciones de origen en su amplia tipología. Pero aquí –como ya ha ocurrido con otras artes de beber en nuestro país- no se trata de ofrecer tutela a lo que se consume sino a la forma multicentenaria de hacerlo, promocionando, por tanto, el que se siga bebiendo.
Coincide esta tramitación con el anteproyecto de Ley de Atención Integral en Materia de Drogas del Principado, en Asturias, que prevé que los jóvenes menores de 18 años tengan vetado no sólo comprar sino también consumir bebidas alcohólicas, incluso las de muy baja graduación, como la sidra tradicional, sin que quepa dispensa por autorización expresa de los padres, que, diversamente, podrían ser multados por tal comportamiento.
El Principado era la última Comunidad que mantenía la edad de dieciséis años para acceder a la compra de bebidas alcohólicas. Y parece justo que, de una vez, todos los grupos parlamentarios se pongan de acuerdo para elevar ese mínimo de edad y hacerlo coincidir con la mayoría legal. Aunque hay que recordar que la Ley asturiana 5/1990, de 19 de diciembre, sobre prohibición de venta de bebidas alcohólicas a menores de dieciséis años, fue, en su día, pionera en toda España. Y que la razón de ser de los 16 años provenía de una reminiscencia penal: un año antes se había modificado el Código Penal -el 21 de junio de 1989-, y como señala el Preámbulo de la ley regional, “a fin de evitar dobles sanciones por un mismo comportamiento y de restituir al mundo de las administraciones el dominio de facetas más propias de reglamentos y ordenanzas que de la severa uniformidad criminal, optó por despenalizar el contenido del antiguo artículo 584.7, dejando en manos de los entes públicos competentes toda política tuitiva de los menores frente al tráfico del alcohol”.
Pero a lo que vamos: si se pretende canonizar la cultura de lagar, ¿no parece ir en otra dirección, aunque sea acertada, el excluir a jóvenes de 17 años de la compra de una botella o de la ingesta de un culín en una espicha? Jóvenes que pueden ser trabajadores, incluso funcionarios públicos y estar emancipados; incluso ser padres –o madres- de familia. ¿Alguien puede pensar que en la cultura centenaria del país que se quiere proteger con la mayor de las solemnidades, se iba a prohibir a la muchachada en vísperas de ser mayor de edad tomarse un vaso de una bebida de cinco grados? La respuesta no es del todo jurídica, aunque afecta a la institución del desuso, a la tolerancia administrativa, incluso a la arbitrariedad: ¿se aplican exitosamente las leyes y ordenanzas anti-botellón, o siguen consumiéndose en nuestras calles, los fines de semana, compuestos en los que se echan licores de cuarenta grados? Y de la edad de los consumidores no hablemos porque algunos –y englobo a ambos géneros- parece que están aún empinando el biberón.
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