Hasta la fecha, es bien conocida la doctrina constitucional sobre la autonomía local que viene declarando que “la garantía institucional no asegura un contenido concreto o un ámbito competencial determinado y fijado de una vez por todas, sino la preservación de la institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar (…) La única interdicción claramente discernible es la de la ruptura clara y neta con esa imagen comúnmente aceptada de la institución (…) por las normas que en cada momento la regulan y la aplicación que de las mismas se hace” (STC 32/1981, de 28 de julio, FJ 3). La autonomía local, por tanto, “hace referencia a la distribución territorial del poder del estado en el sentido amplio del término y debe ser entendida como un derecho de la comunidad local a participar, a través de órganos propios en el gobierno y administración de cuantos asuntos le atañen, constituyendo en todo caso un poder limitado que no puede oponerse al principio de unidad estatal” (STC 27/1987, de 27 de febrero, FJ 2), puesto que tampoco cabe hablar de “intereses naturales de los entes locales” (STC 32/1981). No es una suma de competencias –y menos exclusivas-, sino un contenido mínimo, aunque no simbólico, que el legislador estatal o autonómico debe respetar. Un “derecho de intervención en los asuntos de su competencia [es lo que] forma, por tanto, el núcleo primigenio de la autonomía local (…), concepto jurídico de contenido legal, que permite, por tanto, configuraciones legales diversas, válidas en cuanto respeten aquella garantía institucional” (STC 170/1989, de 19 de octubre, FJ 9), si bien el legislador debe graduar, al fijar ese “contenido mínimo” (STC 40/1998, de 19 de febrero, FJ 39), “la intensidad de esa participación en función de la relación existente entre los intereses locales y supralocales dentro de esos asuntos o materias” (STC 32/1981, FJ 4). En suma, autonomía local no equivaldría a competencias concretas ni a exclusividad atributiva.
Tan sólida construcción, es, sin embargo, de escasa utilidad para los Ayuntamientos, que preferirían, como me consta en algún caso, la que, inicial y fugazmente, el Tribunal Constitucional adoptó, al ver en la garantía de la autonomía local la necesidad de “competencias propias y exclusivas” (STC 4/1981, de 2 de febrero), o la defensa de “un ámbito competencial exclusivo” (STC 14/1981, de 28 de abril), en criterio radicalmente corregido a partir de la citada STC 32/1981, de 28 de julio. Alcaldes, concejales delegados y empleados públicos desearían saber, por razones de seguridad jurídica, en qué materias no iban a soportar intromisiones y, por tanto, podían ponerse en práctica políticas propias. Bien es cierto que éstas, plasmadas a veces en programas electorales utópicos o condenados, de ejecutarse, a un hoy prohibido endeudamiento secular, podían poner en riesgo la misma prestación o la calidad en la gestión de las obligaciones mínimas, a veces menos espectaculares que algunas medidas electoralistas y hasta disparatadas. De ahí que, hay que admitirlo, el propósito de la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, al fustigar y filtrar las competencias impropias –y hacer desaparecer las complementarias-, no deje de tener su sentido. Otra cuestión es que, para las propias –adjetivo que no estaba inicialmente en el artículo 25.2 de la ley básica local- se propicie la financiación suficiente a la que se refiere el desoído artículo 142 de la Constitución.
Por cierto que, el concepto de “competencias propias”, contrapuesto al de las delegadas en la célebre Memoria sobre las Municipalidades de Robert Jacques Turgot (1775), se recogió en algunos de los modernos Estatutos de las Comunidades Autónomas. En el caso de Cataluña, el artículo 84.1 de su texto estatutario (Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio), “garantiza a los municipios un núcleo de competencias propias que deben ser ejercidas por dichas entidades con plena autonomía sujeta sólo a control de constitucionalidad y de legalidad”.
Dada la referencia al control de constitucionalidad, parece evidente que dichas competencias deben venir recogidas por leyes estatales o autonómicas, tal y como se desprende actualmente del artículo 25.3 de la reformada ley básica local y no en normas infralegales o, incluso, de una autoatribución, hoy prohibida, por las entidades afectadas. Pero el redactor estatutario va más allá: incorpora directamente la tercera lista competencial, la que no aparece en nuestra Constitución tras los artículos 148 y 149 (como sí ocurre en la de Brasil) y en un texto que ha de formar parte del bloque de la constitucionalidad, reserva y blinda “en todo caso, competencias propias” a los entes municipales sobre un grupo de catorce materias, aunque muchas de ellas son competencias mínimas y obligatorias en la actual legislación básica.
La Ley 22/2006, de 4 de julio, de Capitalidad y Régimen Especial de Madrid se refiere, igualmente, al término “competencias propias”. Diversamente, la Ley catalana 22/1998, de 29 de diciembre, de la Carta Municipal de Barcelona, se limita a señalar que la legislación estatal y autonómica deben asegurar al Ayuntamiento la atribución de competencias adecuadas a su capacidad de gestión, además de la intervención en los servicios estatales o autonómicos básicos para el desarrollo de la ciudad (art. 58). Esta carta municipal se refiere a aspectos como la educación, la vivienda, los servicios sociales o la seguridad ciudadana. Tampoco utiliza el término “competencias propias” la Ley estatal 1/2006, de 13 de marzo, que completa el Régimen Especial de Barcelona y atribuye a su municipalidad, también en atención a su capacidad gestora, competencias en materia de infraestructuras, dominio público marítimo-terrestre, telecomunicaciones, patrimonio histórico, movilidad, seguridad ciudadana, justicia de proximidad y hacienda (art. 2).
Esta nueva formulación estatutaria de las “competencias propias” municipales, también se recoge en el Estatuto de Andalucía (Ley Orgánica 2/2007, de 19 de marzo), cuyo artículo 92.1 relaciona, también, catorce títulos atributivos, en muchos casos de forma similar a lo que hace la legislación básica. Igualmente, el Estatuto de Aragón (Ley Orgánica 5/2007, de 20 de abril), habla de “competencias propias” de los municipios, pero desactiva este nuevo concepto al no detallar ninguna (art. 81.3), lo mismo que ocurre con el Estatuto de Autonomía de las Illes Balears (Ley Orgánica 1/2007, de 28 de febrero).
La noción de “competencias propias” aseguradas por los Estatutos catalán y andaluz, a su vez diferentes en sus contenidos preservados, ahonda más en la brecha de la uniformidad básica, a la que también han de unirse los regímenes especiales de Madrid y Barcelona, antes citados. Pero es que el propio modelo igualitario de entes municipales –con la salvedad de las competencias escalonadas en función del número de habitantes- también se ha sustituido, en buena parte, en los nuevos Estatutos de Autonomía, por otros principios que acentúan la diversidad: subsidiariedad, diferenciación, dimensión, proporcionalidad o capacidad de gestión. Será fundamental saber cómo se compaginan esas peculiaridades estatutarias, algunas conceptuales, con el régimen más uniformador y restrictivo de la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local.
En dicha Ley de 27 de diciembre de 2013, se dice poner fin, en general y a salvo la cautelosadelegación del nuevo artículo 27 de la Ley reguladora de las Bases del Régimen Local, a las llamadas competencias impropias, para que los Ayuntamientos se centren en sus obligaciones mínimas, no duplicando gestiones y costes, al aplicarse la regla “una competencia, una Administración”. Algo que suena muy bien, en términos de eficiencia y austeridad, pero que puede ser profundamente irreal. Por ejemplo, si la protección civil no fuera, a la vez, competencia de los municipios de más de veinte mil almas, de las Comunidades Autónomas, del Gobierno central y hasta de la Unión Europea (especialmente desde la reciente Decisión Nº 1313/2013/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 17 de diciembre de 2013), no quedaría una hectárea forestal por calcinar. Otra cosa es la debida coordinación, los convenios o los consorcios; pero hay fuegos locales que no pueden esperar por una reacción desde muy lejos y, en cambio, hay estragos inicialmente focalizados que acaban requiriendo de la Unidad Militar de Emergencias.
Pero sin salir del plano municipal, incluso ciñéndome a las atribuciones obligatorias de los Consistorios, sorprende que esta nueva ley, llamada de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, arrumbe con atribuciones bicentenarias de los Ayuntamientos, como ya comenté en este foro. En el año 1996, don José María Aznar ya había suprimido el deber concejil de contar, aislada o mancomunadamente, con un matadero en los municipios de más de veinte mil habitantes. Ahora también desaparece, para los de más de cinco mil, el servicio de mercado. Algo ciertamente curioso porque no se trata de que una corporación local le pretenda hacer la competencia a una gran superficie o al comercio de barrio; es que el mercado es continente y contenido; bien demanial y actividad comercial. ¿Cuántos mercados, lonjas y plazas de abastos hay en España con declaración de Bien de Interés Cultural? Respuesta: centenares. Pero el mercado no sólo es favorecer la venta minorista de productos alimenticios de primera necesidad mediante autorizaciones o concesiones de puestos; los mercados –y ciudades y Medinas hay en España para demostrarlo- también son señas de identidad histórica de muchas poblaciones: mercados de ganado, de artesanía, de productos lácteos… ¿Querrá el legislador de 2013 que nos vayamos olvidando de todo esto o desapoderando a los municipios de toda intervención, regulación u organización en la materia? Como no es asumible tamaña barbaridad, que sería un atentado al turismo, a la agroganadería, a lo etnográfico o a la gastronomía, no queda otro remedio que buscarle interpretaciones posibilistas, aunque forzadas, a una ley que evidencia su escasa bondad y su nulo realismo. Y, por cierto, dado que estas atribuciones locales, que hunden sus raíces en las Cortes de Cádiz o antes (como las extinguidas competencias sobre los actuales servicios sociales que ya estaban como competencia propia en el texto de Turgot: “Vigilar la policía de los pobres y su auxilio” o la enseñanza de primeras letras), desaparecen, al igual que el control de alimentos y bebidas (aunque en un falta de concordancia más se mantenga en el artículo 42 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad), al aplicar la máxima de que “la función crea al órgano”, sin competencias en salud, mataderos, mercados y control del condumio y bebercio, cabe preguntar ¿para qué sirve un veterinario municipal? Figura fundamental en la sanidad local –otro ilustre difunto- que ya sufrió mil embates orgánicos y funcionales.
El tema es si todos estos desapoderamientos son constitucionales. Porque el Tribunal Constitucional puede verse ahora atrapado en las redes de su propia doctrina, tan excelsa como poco útil, como se ha dicho. Porque si la norma fundamental “no asegura un contenido concreto o un ámbito competencial determinado y fijado de una vez por todas” pero sí “la preservación de la institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar”, ¿de verdad que la conciencia vecinal no siente como propios del Ayuntamiento los cometidos sociales, los mercados o hasta el control de lo que se dispensa para el botellón, que también enlaza con las facultades de los alcaldes en la legislación de Seguridad Ciudadana? A ver cómo pone ahora los pies en el suelo el Alto Tribunal. Sería curioso que una doctrina excelsa o etérea que sólo le ha servido al propio órgano jurisdiccional para dirimir recursos o conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas, se volviera sobrevenidamente práctica y válida para calibrar si la ley positiva puede llevarse por delante lo que está, desde hace siglos, en la percepción social que los vecinos tienen de lo que es y lo que presta una ayuntamiento.
Esta doctrina sobre la germánica garantía institucional de la autonomía local, permítaseme la licencia, puede venir a ser como el o la protagonista de gran belleza, pero aparentemente inútil, de tantas películas, que acaba por realizar, inesperadamente, un acto sublime o heroico para gozo del espectador más sensiblero. Esperemos que su elevada formulación dogmática, poco cercana al iuspositivismo del día a día consistorial, sirva de parámetro de enjuiciamiento de algunas de las cuestiones apuntadas.
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