Es un asunto muy discutido el de las relaciones entre las Ordenanzas locales y el principio de legalidad y salta a la actualidad constantemente tanto en sentencias de los tribunales como en los escritos de los estudiosos. Uno reciente es una reflexión general sobre este delicado problema y está escrito por Julia Ortega Bernardo (“Derechos fundamentales y Ordenanzas locales”, Marcial Pons, 2014).
Ortega propone la construcción de un canon que permita hacer luz en este enrevesado asunto tan conectado con la teoría de las fuentes del Derecho. Y tal canon parte de una constatación que, no por apuntada ya en otras ocasiones, deja de ser interesante resaltarla: las Ordenanzas que se aprueben por los Ayuntamientos que afecten a derechos fundamentales pueden ser aprobadas sin necesidad de una ley (del Estado o de la Comunidad autónoma) que la autorice expresamente. No son pues tales Ordenanzas un mero desarrollo reglamentario por lo que no se reproduce con ellas la dialéctica que es propia de las relaciones entre la ley y el reglamento.
Por consiguiente, las Ordenanzas locales se hallan habilitadas para regular aspectos (“espacios” dice la autora) no ocupados por la ley. De donde se sigue que rige el principio de vinculación negativa y no el de la vinculación positiva que es el propio del actuar administrativo (al contrario de lo que ocurre en las relaciones entre particulares).
Estas afirmaciones encuentran una modulación cuando de la potestad sancionadora se trata ya que entonces es preciso que sea el instrumento legal el que autorice la inclusión en las Ordenanzas de un catálogo de infracciones y sanciones acotando el campo material de actuaciones y sometiéndolo a ciertos límites. Esta ha sido la doctrina mantenida por el Tribunal Constitucional y su solidez se demuestra si pensamos que la legislación reciente de régimen local la ha asumido como propia pues en ella se alude a parámetros de antijuricidad específicos: adecuada ordenación de las relaciones de convivencia de interés local, uso adecuado de los servicios, equipamientos, infraestructuras, instalaciones y espacios públicos.
La pregunta de fondo es ¿cómo y por qué se justifica esta posición tan singular -y privilegiada- de la Ordenanza local a la hora de insertarse en el Ordenamiento jurídico?
La respuesta hay que hallarla en el principio (garantía institucional) de autonomía local tal y como yo mismo me permití explicarlo hace años (en el Homenaje a García de Enterría) que incluye, a su vez, el principio de integración democrática de los municipios. Ambas ideas, autonomía y principio democrático, conducen a que las Corporaciones locales puedan intervenir en cuantos asuntos les afecten de tal forma y manera que dispongan siempre de un ámbito de decisión política de la entidad suficiente como para poder ofrecer, frente a los ciudadanos, unas señas de identidad que permitan a éstos reconocer el contenido de la oferta que les movió a elegir a unos determinados representantes, formando con sus votos una mayoría, en lugar de a otros. Por ello autonomía y competencias (es decir, cuotas del poder político) son nociones perfectamente unidas. Y, a su vez, la competencia atribuida a un ente local es el resultado de la identificación por el legislador de un “interés” local.
Llevado al ámbito que nos ocupa, y en palabras del Tribunal Constitucional (sentencia 132/2001), ambos principios “impiden que la ley contenga una regulación agotadora de una materia donde está claramente presente el interés local”.
Seguiremos encontrando supuestos prácticos conflictivos pero con estos criterios ya es posible avanzar con cierta seguridad.
Francisco Sosa Wagner
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