El empeño de algunos políticos catalanes de prohibir la fiesta de los toros me recuerda la posición que durante siglos mantuvo la Iglesia católica en relación con este mismo espectáculo. Porque ha de saberse que de Roma vinieron prohibiciones y admoniciones severísimas. Y muchos eclesiásticos españoles, adelantándose incluso a sus superiores, es decir, siendo -como suele decirse- “más papistas que el Papa” ya habían encendido todas las alarmas apoyados en los escritos de los santos padres que tampoco fueron muy benevolentes con las diversiones populares. El cardenal Juan de Torquemada (muerto en 1468), teólogo diserto en los concilios de Basilea y Florencia y tío del famoso inquisidor, sostuvo con rotundidad la ilicitud del toreo por ser contrario a las prescripciones de la buena doctrina cristiana, máxime si se tenía por diversión o por puro espectáculo. Y después santo Tomás de Villanueva aprovechó sus vehementes sermones -ya en el siglo XVI- para arremeter contra la costumbre de correr toros.
Pero fue el papa Pío V (santo en el santoral de la Iglesia) quien, nada menos que en una Encíclica, decretó la excomunión para todos los que intervenían en la fiesta y los que a ella acudían. Como a la sazón reinaba Felipe II, monarca tenido por prudente, se pusieron en marcha todas las gestiones imaginables para ver de dulcificar un poco la pena papal que tenía trazas de afectar al pueblo español en su conjunto. Y en ello se desempeñó el duque de Sesa, embajador de la máxima confianza del monarca. Mas no fue sino en el pontificado posterior, el del Papa Gregorio XIII, cuando se excluyó de la terrible pena canónica a los legos.
Pero la historia de los papas es interminable y da vueltas como cangilón de noria. Así que de nuevo Sixto V reitera la condena que volvería a aliviar Clemente VIII (es probable que su nombre le llevara a ejercer una cierta benignidad con las debilidades de los mortales).
Los historiadores eclesiásticos no fueron a la zaga. Entre ellos destaca el padre Juan de Mariana quien en su tratado “De Spectaculis”, publicado en 1609, atiza de lo lindo contra toros, caballeros, aficionados y hasta contra el pobre que controlaba las entradas.
Fray Bernardino de Sandoval hace lo propio en su “Tratado del oficio eclesiástico canónico”, libro donde se analizan los textos pontificios de condena con verdadera finura teológica, finura que -como se sabe- está emparentada con la finura jurídica (porque el Derecho no es al cabo sino el hijo adoptivo de la Teología).
En fin que las condenas fueron tan insistentes y variadas que teólogos misericordiosos hubo que se vieron obligados a hacer distingos para aligerar las conciencias de los fieles que acudían a ver correr toros o participaban como protagonistas en estos regocijos. Este fue el caso de fray Manuel Rodriguez Lusitano quien en su notable obra “Suma de casos de conciencia” analiza caso por caso -es el casuismo típico del tratamiento de los pecados- todos los supuestos para respaldar, con apoyo sólido en los principios de la fe, los subterfugios y evasivas de que se servían los mismos eclesiásticos para sortear el rigor de las prohibiciones papales. La tranquilidad de los pecadores bien valía un pequeño esfuerzo argumental.
Como se puede comprobar por estos datos -al alcance de cualquier lector del “Cossío”-, el espíritu inquisitorial es como la energía en la física: ni se crea ni se destruye. Simplemente se transforma.
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