Los problemas de financiación de las administraciones públicas desencadenados o agudizados por la crisis económica están generando en nuestro país un intenso debate sobre el volumen y la eficacia del gasto público. Un debate -siempre oportuno y necesario- en el que los ayuntamientos a veces salen injustamente malparados.
Soy un firme convencido de que la crisis nos exige a todos un esfuerzo intenso de gestión para sacar el mayor rendimiento a los escasos recursos con que contamos: hay que hacer más con menos. Pero, dicho esto, creo que las necesidades de esta difícil coyuntura no deberían hacernos perder la perspectiva. Porque, aunque en algunas áreas pueda ser más eficiente, la dimensión del sector público en España no es excesiva si nos comparamos con los estados que nos sirven como modelo.
Los ayuntamientos españoles somos un buen ejemplo de cómo, con un marco financiero y competencial insuficiente e inadecuado -es la eterna reforma pendiente de nuestra administración-, se prestan servicios de calidad a los ciudadanos y se dinamiza la actividad económica de nuestros municipios. Más allá de los rigores del momento, creo que nadie puede negar la impresionante mejora que las ciudades españolas -pequeñas, medianas y grandes- han experimentado en las tres últimas décadas hasta alcanzar niveles de calidad de vida comparables con las mejores referencias de nuestro entorno europeo. Y las encuestas de satisfacción de los ciudadanos con su ámbito urbano suelen ratificar con claridad esa percepción.
Los ayuntamientos, como administración pegada a la piel de nuestros pueblos y ciudades, siempre responden, porque su vocación secular es la de dar respuesta inmediata a los problemas que se plantean en el día a día incluso cuando eso implica que la ortodoxia de la gestión deba ser reinterpretada con un criterio de oportunidad social.
Por eso debo considerar un acierto pleno la decisión del Gobierno de España de instrumentar -como una de las principales acciones contra la crisis- sendos planes de choque de inversión local en 2009 (FEIL) y 2010 (FEESL), con un importe total de 13.000 millones de euros, en los que se ha combinado la capacidad de ejecución de los ayuntamientos -todas las actuaciones debían completarse en el propio ejercicio, lo que ha exigido un nunca suficientemente valorado acto de agilidad burocrática- con su cercanía a los problemas cotidianos de los ciudadanos. Ello ha hecho posible una lluvia de pequeños y grandes trabajos que han creado miles y miles de puestos de trabajo en un momento en que la urgencia extrema era frenar a toda cosa la destrucción de empleo, y que han representado una mejora muy notable en el equipamiento y las infraestructuras urbanas.
Hay quienes no han entendido la función social de los ayuntamientos, ni las cosas que preocupan a los vecinos, ni la importancia que para un modelo económico eficiente y dinámico tiene el contar con entornos urbanos de calidad. Por ello han minusvalorado la utilidad y efectos de los dos fondos estatales de inversión local. Sin embargo, estoy seguro de que dentro de unos años se seguirá hablando del impacto que esas obras dejaron de forma duradera en la configuración de nuestros pueblos y ciudades. De hecho, lo que se ha demostrado es que la capacidad de ejecución y de detección de necesidades cotidianas por parte de los ayuntamientos es imbatible y merece ser atendida de forma continuada como uno de los principales vehículos de inversión pública.
Además, la concentración de esfuerzos en el año 2010 en los proyectos enfocados a la innovación tecnológica y la sostenibilidad medioambiental va a permitir darle más visibilidad y eficacia a unos planes cuyo resultado final va a ser el tener unas ciudades mejor equipadas, más agradables, más dinámicas o, lo que es lo mismo, más competitivas y de más calidad. No puede haber una inversión mejor para nuestro futuro.
Juan Alberto Belloch Julbe.
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