jueves, 1 de julio de 2010

Diputaciones: ¿Si o no?

La polémica en torno a las diputaciones provinciales se ha desatado a raíz de unas declaraciones ministeriales acerca de la (in) conveniencia de su mantenimiento en el paisaje de las Administraciones públicas españolas. Tengo escrito en algunos papeles y dicho en muchos lugares que llevar a las provincias al texto constitucional las ha dotado de una rigidez que debería haber sido sorteada. Más prudente hubiera sido dejar su diseño en la esfera de atribuciones de las Comunidades autónomas aunque bien sé que esto era justamente lo que quería evitarse pues se temía que acabaran siendo engullidas por ellas, deseosas, como Administraciones nuevas que eran a principios de los ochenta, de “asentar sus reales”  sobre el territorio, una expresión esta antigua bien apropiada para lo que se quiere decir. Pienso que se podría haber establecido un período transitorio o haber ideado alguna otra fórmula, todo menos dar a las provincias un certificado de vida indefinida y ello por una razón elemental: las estructuras políticas locales pueden y deben ser repensadas a la vista de las circunstancias en las que se desarrolla la convivencia política, las nuevas formas de vida de los ciudadanos, los espacios que tejen los nuevos medios de transporte y comunicación, la prestación de servicios etc.
Ahora bien, sostener estas ideas es algo muy distinto de compartir la tesis precipitada de plantearse el fin de las diputaciones. De una operación tan seria solo se puede hablar si se hace en el marco de una reflexión serena sobre las Administraciones locales en su conjunto, no como una operación de caza que tuviera por objetivo abatir una de sus piezas. Quiero decir, para que se me entienda, que quien no quiere acometer la reforma de nuestro mapa municipal no puede con seriedad hablar de suprimir las provincias y su órgano de gobierno, las diputaciones. En España sobran muchos municipios y no es que sean caros, es que sencillamente no sirven para su función de prestar adecuadamente los servicios que los ciudadanos justamente demandan. Muchos países europeos han disminuido drásticamente el número de sus municipios y solo beneficios han obtenido de ellos. El ejemplo más interesante -una vez más- es el de Alemania: la vieja Alemania federal estableció la regla de un mínimo de cinco mil habitantes, experiencia que se ha reiterado cuando se produjo la reunificación en los años noventa. Fue una operación política de gran calado que exigió básicamente el acuerdo de las fuerzas políticas y una gran paciencia. El Tribunal Constitucional federal y los de los Länder desestimaron todas las demandas que se interpusieron contra esta reorganización y afirmó sin ambages que la garantía institucional de la autonomía local no se veía afectada por ella.
En nuestro país nos resistimos, suenan voces airadas cuando tal asunto salta a la discusión pública y, una y otra vez, se sepulta en las gavetas de los despachos políticos como el ventrílocuo mete en el baúl al muñeco que se le rebela. Pero la realidad es terca y por una vía u otra se impondrá coger el bisturí y operar. Esta es una responsabilidad de las Comunidades autónomas que, en lugar de escribir leyes de régimen local, todas iguales a sí mismas e iguales a su vez a la básica del Estado, podrían enfrentarse a este problema con resolución política y rigor jurídico.
Solo entonces podría hablarse de suprimir unas diputaciones que -como se sabe- prestan un servicio relevante a esos miles de pequeños municipios fantasmales que existen en nuestros territorios.
Resumen: si hablamos de suprimir las diputaciones, entonces hablamos de todo lo referente a la planta de nuestras Administraciones locales. En ese caso, y así como de pasada, se me ocurre ¿por qué no empezar por las Diputaciones forales?  
Francisco Sosa Wagner  

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