viernes, 16 de julio de 2010

La costumbre y las malas costumbres en la administración local

Cualquier persona con un mínimo de formación jurídica sabe que las fuentes del ordenamiento jurídico son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho, como proclama el art. 1-1 del Código Civil, el cual se ocupa, a lo largo de los apartados del mismo artículo, de matizar el papel de la costumbre en el sistema de fuentes, quedando muy claro, entre otras cosas, que la ley es de aplicación preferente a la costumbre. Esta prelación de la norma escrita sobre la costumbre se acentúa mucho más en el concreto sistema de fuentes del Derecho Administrativo, que es el que en mayor medida nos afecta a los profesionales de la Administración Local, pues incluso cuando nos encontremos con fuentes aplicables de las ramas jurídicas civil, penal, laboral o mercantil, casi siempre será después de atravesar de un modo u otro la puerta del Derecho Administrativo, que será el que habilite o se remita a la aplicación de esas instituciones de otras ramas, o bien determine las consecuencias jurídico-administrativas de tal aplicación. Este esquema tan lógico y elemental se tambalea sin embargo o se rompe en mil pedazos en la práctica diaria de muchas de las Entidades Locales españolas. Desde que uno toma posesión hasta que puede ser plenamente consciente de en dónde se ha metido hay un camino más o menos largo. Normalmente, todo empieza con parabienes como que en ese Ayuntamiento “se está muy a gusto porque en el fondo es una gran familia”, o que en esa localidad “se entra llorando y se sale llorando” etcétera, etcétera. Desde entonces hasta que se ve uno en medio de una vorágine cainita a la que se es, o se debe ser, ajeno, pues de todo hay, y ha tenido que marcar su terreno a base de informar con la mayor rectitud posible, es muy frecuente encontrarse con situaciones anómalas, y en ocasiones conflictivas, que vienen dadas precisamente por una sobrevaloración de la costumbre como fuente del Derecho o de la mera rutina como tal. Es decir, se invierten los términos y se pretende aplicar o, mejor dicho, seguir aplicando la costumbre con preferencia sobre la norma escrita, o lo que es lo mismo, aplicar la costumbre “contra legem”. Desgraciadamente, esta actitud la tienen en algunas ocasiones funcionarios veteranos propios de la entidad que con un claro síndrome de ama de llaves de “Rebeca” contestan que “siempre se ha hecho así”.
Sea el origen de esas situaciones bien político o bien funcionarial o de profesionales externos, lo cierto es que quienes tenemos que informar jurídicamente tenemos de algún modo u otro y más tarde o temprano que enfrentarnos a ellas con los medios a nuestro alcance, que son, aparte del quehacer práctico diario, nuestros principales instrumentos: los informes jurídicos preceptivos y, además en el caso de los Secretarios, el ejercicio honesto y rigurosamente profesional de la fe pública administrativa.
Esta tarea no siempre es sencilla y su grado de dificultad varía en función del motivo concreto del problema. Así, si la situación se debe a mera ignorancia sin mas, la solución es muy sencilla e incluso se suele agradecer el haber aportado la idea necesaria para la solución del problema. Si la situación se debe a una “ignorancia” tozuda y/o comodona la solución se va haciendo más difícil. Pero como sea una “ignorancia” interesada, debida a intereses inconfesables o a no querer contraer responsabilidades que sin embargo legalmente corresponden, la solución será casi imposible o imposible del todo, y no tendrá lugar más que con ocasión de algún cataclismo o similares que se pueda producir.
Basándome en experiencias propias y ajenas que algún compañero me ha comentado, a continuación expongo algunos ejemplos de esas rutinas y conductas prácticas ajenas a la legalidad en ocasiones más elemental.
Los ejemplos son numerosos si empezamos por la materia electoral, pudiendo empezar por la práctica de la autenticación de firmas para candidaturas de agrupaciones electorales independientes en elecciones municipales, donde es tan frecuente encontrarse con la pretensión de que el Secretario haga de Notario gratuito desplazándose a la sede o similares de la agrupación en cuestión fuera de horario de trabajo. Dentro también del contexto electoral, y centrándonos en las asignaciones que se perciben por el proceso electoral, se puede uno también encontrar o, por un lado, con que el “personal colaborador” del Ayuntamiento invoque el extraño precedente de que los Secretarios anteriores repartían con ellos la asignación que les correspondía como tales Secretarios del Ayuntamiento; o, en el extremo opuesto, también hay compañeros secretarios que se incluyen como representantes de la Administración o como personal de limpieza y acondicionamiento de colegios u otras tareas, cobrando las oportunas remuneraciones además de su asignación como Secretarios. Por no contar la resistencia que suelen oponer algunos Ayuntamientos cuando el “nuevo” Secretario dice que el sorteo de los miembros de las mesas lo tiene que hacer el Pleno, pues mientras en algunos sitios se duda tan sólo de la competencia plenaria, en otros no se quiere hacer ni siquiera el sorteo.
No digamos nada acerca de la “intuitiva” concepción de la fe pública administrativa, nacida de la más infusa de las ciencias. Lamentablemente, ese auténtico batiburrillo mental no solamente proviene de ciudadanos sin formación jurídica, lo cual es excusable, sino que también proviene en ocasiones de profesionales jurídicos de otras Administraciones e incluso fedatarios públicos no municipales y, lo que es peor, a veces de normas jurídicas sectoriales que a saber qué mentes han pergeñado. En este sentido, es muy frecuente confundir las funciones de los secretarios municipales con las de los secretarios judiciales, lo que obliga a ir blandiendo cada rato el art. 2 de nuestro Reglamento de FHCN para que nos puedan entender. O en las ejecuciones forzosas con entrada en domicilio, cuando se pretende desde dentro y desde fuera del Ayuntamiento en cuestión que el Secretario municipal vaya a “levantar acta”. Cambiando de tercio pero dentro aún de la fe pública administrativa, ¿qué decir de las resistencias más o menos tenaces de algunos jefes de unidad a rubricar al margen las certificaciones?. Por mucho que quiera considerarse su escasa relevancia, argumento frecuentemente opuesto a la práctica de la rúbrica, no es menos cierto que el art. 205 del ROF que requiere esa rúbrica sigue en vigor. Si tan poca relevancia tiene, ¿por qué esa resistencia a rubricar al margen la certificación que nos han preparado? En fin, creo que no hace falta ser un zahorí…
Si las cosas que se acaban de mencionar pasan con la fe pública administrativa, con la delimitación de funciones de Secretaría en general la cuestión rompe todos los moldes. Se parte, espero que inconscientemente, de una idea: la Disposición Derogatoria de nuestro reglamento de FHCN es papel mojado y, en consecuencia, siguen en vigor para los funcionarios afectados, entre ellos los Secretarios, los preceptos que antiguamente regulaban nuestras funciones. Así, todo lo jurídico y la tramitación de todo lo administrativo siguen siendo competencia del Secretario, quien coordina ambas facetas en el Ayuntamiento. Igualmente, la custodia de toda clase de documentos municipales sigue siendo responsabilidad del Secretario,  quien, según interese, también sigue siendo el jefe del personal municipal. Dentro de esto último hasta hace no mucho ha ido circulando por los Ayuntamientos un modelo de nóminas hecho en imprentas en el que el Secretario tenía que certificar “como Jefe del Personal” algo parecido a que el personal que figuraba en el documento había prestado sus servicios durante ese mes. Hasta aquí, dentro del disparate, puede existir la débil justificación del precedente normativo, pero los más grave empieza cuando esas funciones y responsabilidades que se pretenden “endosar” al Secretario no tienen más apoyo que el precedente, real o inventado, de la práctica municipal anterior, con lo cual el Secretario pasa a desempeñar todo aquello que nadie quiere hacer y a dirigir unidades administrativas “sueltas” que no interesan para nada a ningún político o funcionario.
Al hacer referencia en lo que se acaba de decir a las unidades administrativas se podría pensar que estas reflexiones son válidas solamente para las Entidades de cierto calibre para arriba, pero creo que estas reflexiones sirven para las de todos los tamaños. Con independencia de las dificultades prácticas, no se puede considerar jurídicamente correcta la idea de que en las Entidades pequeñas el Secretario tiene que hacerlo todo porque es la única “unidad administrativa” que hay. Frente a ello, opino que la delimitación de funciones reservadas a FHCN (actualmente FHCE) viene claramente determinada por el Ordenamiento Jurídico, y si las leyes lo han querido así, la situación resultante no debe pagarla el Secretario de turno, asumiendo toda clase de cometidos,  por mucho que se le invoquen los más pintorescos precedentes.
En fin, desconozco como serán “por dentro” las Administraciones Estatal y Autonómica y por ello no sé si se verán las mismas cosas que en la Local, pero debe ser difícil superar algunos comportamientos de la última. Ha habido donde se han publicado licitaciones públicas basadas en pliegos inexistentes que jamás se habían aprobado;  sigue siendo muy frecuente llevar al Pleno toda clase de asuntos y considerar a este órgano como órgano residual, con lo cual en esta materia todavía no ha transcurrido tampoco el año 1985 ni las modificaciones legales de régimen local que hubo desde entonces; se hacen informes de puro adorno y complacencia en los que no se concluye nada para que nadie se sienta molesto.
En todos los ejemplos, tanto propios como ajenos, que he expuesto, se ha argüido sin excepción la tan manida frase de que “siempre se ha hecho así”. En algunos casos era lamentablemente cierto, en otros, tras la oportuna comprobación, encima no lo era, lo cual es éticamente más reprobable. Pero de un modo u otro, queda clara y patente la frecuencia con que en la Administración Local se puede dar el fenómeno de elevar al rango de costumbre como fuente del Derecho a lo que no son más que malas costumbres debidas a las más variadas motivaciones. 
Miguel Angel Gimeno

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