jueves, 22 de julio de 2010

¿Son irrelevantes los bailes de cifras?

Que cada vez que hay una concentración, una huelga, una manifestación o simplemente una cola o una lista de espera, las versiones numéricas difieren profundamente según quien las dé, es una obviedad. Algo con lo que estamos acostumbrados a convivir y que, cuando no se refiere a hechos graves, hasta puede provocarnos una sonrisa. Que los promotores de un paro en una empresa, o en el sector público, digan a los medios que el seguimiento es diez o cien veces superior a lo que dice el empleador, es lo habitual. Que una procesión reivindicativa sea multitudinaria según sus organizadores o muy modesta, según quien se molesta por la misma, es el pan nuestro de cada día. Que las lecturas de la recuperación estival o navideña del empleo se vean con lentes muy distintas que reducen o amplían los guarismos reales, según quien escrute los números, también es algo normal que nos conduce, como vacuna, al escepticismo. Y lo mismo ocurre con las pandemias –ahí está el fiasco feliz de la Gripe A-, con la asistencia a recitales y conciertos (que si los organiza un Ayuntamiento nunca dirá que fueron cuatro gatos) o con las reuniones callejeras espontáneas con motivo de un éxito deportivo. De todo ello hemos tenido muestras recientes en nuestro país: desde la huelga de funcionarios, pasando por la gran manifestación de Barcelona, hasta los colapsos de las vías públicas al terminar el Mundial de Sudáfrica.
El tema sobre el que reflexionar no es la divergencia de cómputos, aunque pueda preocupar, por ejemplo, que la seguridad estatal, la autonómica y la local en ocasiones difieran de forma espectacular. Porque, ¿qué tranquilidad nos ofrecerían si nos trasladaran el mensaje de que un robo se había perpetrado por un solo ladrón, según unos; en cuadrilla, según otros o por una banda numerosa y militarizada, según los últimos? Noticias así generarían más inquietud cívica que el propio robo. Pero, insisto, la cuestión no es ésta, sino si esas discrepancias monumentales, escandalosas, son relevantes para el derecho. Porque si son inocuas, tanto da. Pero si no lo son, alguien debería exigir más rigor.
Mi opinión es que, en muchos casos, esos datos en arábigos dispares, no son ajenos al mundo del Derecho. Hasta donde sé, el ejercicio de la huelga, la libertad para manifestarse o la defensa pública de expresiones o convicciones ideológicas o religiosas, son derechos fundamentales. Por tanto si el marco en el que se producen esas movilizaciones pertenece al ámbito más excelso del Derecho Constitucional, el contenido humano que lo hace tangible no puede ser una cuestión despreciable. Podrá serlo una oscilación numérica mínima pero no los desatinos que contraponen cifras de fracaso total a otras de éxito rotundo.
Pongamos un ejemplo: en la manifestación contra la sentencia del Estatuto catalán, si hubo en las calles la cifra que manejaron los organizadores se habrían concentrado en una sola ciudad sólo un millón de personas menos que las que votaron el texto estatutario (de las cuales, además, el voto afirmativo representó el 73,9%). Un millón y medio de asistentes sería, por tanto, un contra-plebiscito en toda regla. La Guardia Urbana, como sabemos, redujo en casi cuatrocientos mil el número de asistentes -¡la población real de Vigo de diferencia!-. Pero aún así, más de un millón cien mil almas son todo el latir de una Comunidad. Por contrario, de atenernos a los cincuenta y seis mil que computó la empresa Lynce para la Agencia EFE, estaríamos –lo que a ojo no parecía en absoluto- ante una limitada queja colectiva. Yo entiendo, repito, que el cómputo, especialmente cuando lo hace una Delegación del Gobierno, un Ministerio, una Consejería o unas fuerzas de seguridad, es más que una mera actividad material a realizar rigurosa y diligentemente por los poderes públicos. Las cifras, como bien se sabe en el INE, son elementos propagandísticos que influyen en los resultados electorales. No digo que haya un gregarismo feroz en el electorado pero, para gentes indecisas o con poco conocimiento de un asunto, el supuesto movimiento de las masas es determinante de la papeleta que al cabo de un tiempo introduzcan en la urna. Y esto, repito, vale lo mismo para las concentraciones anti-aborto o de defensa de la familia tradicional, que para las lecturas sobre el nivel de españolidad de algunas poblaciones con motivo de un éxito de la Selección nacional. O para secundar, o no, una próxima huelga en atención a los resultados que se den de la anterior.
Sí tiene incidencia, por tanto, la alegría con la que se ofrecen datos numéricos a gusto de cada cual. Y recuerdo el principio constitucional de objetividad de la Administración que obligaría a no mentir interesadamente ni en cifras económicas, ni laborales ni de protestas cívicas. Ni en su contra, ni a su favor. Y a los privados también debe exigírseles rigor porque los altavoces con los que ofrecen datos interesados tienen, después trascendencia pública. Una manifestación minoritaria, por ejemplo, nunca se convertiría en el eje de un debate sobre el estado de la Nación.
Y me sorprende que a estas alturas de sofisticación técnica puedan permitirse unas mediciones tan contradictorias de personas. Hace ya unos cuantos años, en un país centroeuropeo muy dado a la democracia directa, fui testigo de un baile de cifras en un acto masivo. Con la precisión propia del lugar y a partir de filmaciones o fotos aéreas ampliadas se llegó a contar el número exacto de personas garantizando el respeto a la identificación personal y a la imagen. La suma, como era previsible, no coincidía con ninguna de las ofrecidas por quienes se habían implicado en el desarrollo de la concentración o la habían querido descalificar.
Aunque el exceso de concisión también puede llevarnos al ridículo. Es el caso, por ejemplo, de la cifra oficial de analfabetos en España: 872.436. ¡Qué fieras! ¡Ni que pasaran lista! 
Leopoldo Tolivar Alas   

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