De nuevo suena la amenaza: se va a reformar la ley de régimen local. No conozco en qué situación se encuentra el trabajo en el ministerio ni por supuesto la madurez que el mismo haya podido alcanzar en estos momentos pero me preocupa porque es probable que los problemas de fondo, los que de verdad afectan al diseño y al funcionamiento básico de nuestras Administraciones locales queden sin tocar o, lo que es peor, sufran una reformatio in peius.
Esos problemas de fondo a que aludo son varios pero hoy me quiero referir a los funcionarios de los antiguos Cuerpos nacionales. Costó mucho trabajo, cuando hicimos la ley básica actualmente vigente en los años ochenta del pasado siglo (¡qué distancia de vértigo!), mantenerlos con vida y, si se logró, fue in extremis y recurriendo a la figura de la “habilitación de carácter nacional”. Creímos, quienes tal solución defendimos, que se garantizaba así la presencia en Ayuntamientos y Diputaciones de unos funcionarios independientes del poder político que pudieran libre y responsablemente aplicar o aconsejar la aplicación de la ley.
Pero muy pronto cundió el desaliento; en concreto, cuando se empezaron a admitir las “libres designaciones”. Es verdad que debían realizarse en el seno de las personas habilitadas y con la titulación requerida, pero todos sabemos lo que al cabo significa esa libertad para nombrar y remover: la perturbación clara del ejercicio de unas funciones independientes. Por ahí empezó a rodar en libre caída y hacia abajo aquella “habilitación de carácter nacional” que habíamos concebido como el asidero de esa función pública neutra indispensable en toda corporación pública.
Lo que vino después no ha hecho sino agravar la situación y enrarecer el ejercicio de unas profesiones que, en todo caso y en cualquier circunstancia, deben mantenerse alejadas de la contaminación política. Naturalmente, el secretario o el interventor tendrá sus ideas y votará en esta o en aquella dirección cuando sea llamado a las urnas pues se trata de un ciudadano en el pleno disfrute de sus derechos. Pero en su misión en el seno de la Corporación su única brújula ha de ser la aplicación del corpus legal vigente. Una ley -adviértase- que es la única garantía con la que cuentan los ciudadanos y pienso especialmente en los más humildes pues los poderosos disponen de otras armas más activas al beneficiarse de una mayor proximidad a los centros del mando político.
Por eso, cuando se anuncian reformas, es momento de reclamar de nuevo y en voz alta la garantía de una función pública local independiente. Y lo bueno es que para ponerla en pie no hace falta estrujarse mucho las meninges. Las fórmulas están claras: titulación superior adecuada, oposiciones libres con un temario apropiado para el puesto a desempeñar y tribunales formados por especialistas que sepan de qué habla el opositor. Más sencillez no cabe. Y, después, un escalafón donde se vayan insertando los funcionarios de acuerdo con sus méritos objetivos y su antigüedad.
Todo lo que no se haga en esta dirección es puro enredo.
Con ello ganarán las Corporaciones locales, tan necesitadas de claridad en sus decisiones y en los procedimientos de adopción de acuerdos, así como de seriedad en el manejo de sus dineros. Es decir, ganará el interés público y ganarán los ciudadanos.
Abórdense en buena hora otros asuntos que afecten al funcionamiento de las entidades locales si de verdad se quiere reformar la ley. Pero este de la función pública neutra e independiente, es decir, de funcionarios libres de la presión política, debe tener carácter absolutamente prioritario. Los alcaldes y presidentes de diputación han de contar con unos colaboradores que puedan actuar sin partidismos y con el equilibrio propio de quien maneja los instrumentos jurídicos.
Si esto no se hace realidad, no lamentemos luego la degradación de la vida local ni la corrupción que pueda anidar en su seno.
Francisco Sosa Wagner Pero muy pronto cundió el desaliento; en concreto, cuando se empezaron a admitir las “libres designaciones”. Es verdad que debían realizarse en el seno de las personas habilitadas y con la titulación requerida, pero todos sabemos lo que al cabo significa esa libertad para nombrar y remover: la perturbación clara del ejercicio de unas funciones independientes. Por ahí empezó a rodar en libre caída y hacia abajo aquella “habilitación de carácter nacional” que habíamos concebido como el asidero de esa función pública neutra indispensable en toda corporación pública.
Lo que vino después no ha hecho sino agravar la situación y enrarecer el ejercicio de unas profesiones que, en todo caso y en cualquier circunstancia, deben mantenerse alejadas de la contaminación política. Naturalmente, el secretario o el interventor tendrá sus ideas y votará en esta o en aquella dirección cuando sea llamado a las urnas pues se trata de un ciudadano en el pleno disfrute de sus derechos. Pero en su misión en el seno de la Corporación su única brújula ha de ser la aplicación del corpus legal vigente. Una ley -adviértase- que es la única garantía con la que cuentan los ciudadanos y pienso especialmente en los más humildes pues los poderosos disponen de otras armas más activas al beneficiarse de una mayor proximidad a los centros del mando político.
Por eso, cuando se anuncian reformas, es momento de reclamar de nuevo y en voz alta la garantía de una función pública local independiente. Y lo bueno es que para ponerla en pie no hace falta estrujarse mucho las meninges. Las fórmulas están claras: titulación superior adecuada, oposiciones libres con un temario apropiado para el puesto a desempeñar y tribunales formados por especialistas que sepan de qué habla el opositor. Más sencillez no cabe. Y, después, un escalafón donde se vayan insertando los funcionarios de acuerdo con sus méritos objetivos y su antigüedad.
Todo lo que no se haga en esta dirección es puro enredo.
Con ello ganarán las Corporaciones locales, tan necesitadas de claridad en sus decisiones y en los procedimientos de adopción de acuerdos, así como de seriedad en el manejo de sus dineros. Es decir, ganará el interés público y ganarán los ciudadanos.
Abórdense en buena hora otros asuntos que afecten al funcionamiento de las entidades locales si de verdad se quiere reformar la ley. Pero este de la función pública neutra e independiente, es decir, de funcionarios libres de la presión política, debe tener carácter absolutamente prioritario. Los alcaldes y presidentes de diputación han de contar con unos colaboradores que puedan actuar sin partidismos y con el equilibrio propio de quien maneja los instrumentos jurídicos.
Si esto no se hace realidad, no lamentemos luego la degradación de la vida local ni la corrupción que pueda anidar en su seno.
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