jueves, 21 de octubre de 2010

Videovigilancia falible

Dejo para mejor ocasión –o para personas más versadas que yo- las últimas vueltas de tuerca a los problemas de la grabación de imágenes por parte de compañías de seguridad privada. Como es bien sabido, la Ley 25/2009, de 22 de diciembre, añadió una Adicional Sexta a la Ley 23/1992, de 30 de julio, en la que se dice que “los prestadores de servicios o las filiales de las empresas de seguridad privada que vendan, entreguen, instalen o mantengan equipos técnicos de seguridad, siempre que no incluyan la prestación de servicios de conexión con centrales de alarma, quedan excluidos de la legislación de seguridad privada siempre y cuando no se dediquen a ninguno de los otros fines” previstos en la legislación de este sector.
Tampoco voy ahora a detenerme en el eventual consentimiento de la persona grabada, conforme a lo que previene la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de carácter personal. Creo, sinceramente, que el garantismo de nuestra sociedad ha llevado a situaciones rayanas en lo ridículo, como haber tenido que aprobar una Ley orgánica (la 4/2007, de 12 de abril) para legalizar la publicidad en los tablones de anuncios de las notas de los estudiantes. De los universitarios; porque hay quien sostiene -¡santo Dios!- que al no haber previsión similar para parvulitos y alumnos de Primaria y Secundaria, todo el magisterio español y el profesorado de Medias está bajo sospecha. Dejémoslo ahí.
A lo que voy en este humilde comentario es a algo más prosaico que, por los ejemplos a los que acudiré, tiene hasta algo de escatológico. Por ello me disculpo de antemano. Vamos a ver: ¿quién que ronde o sobrepase los cuarenta no recuerda los edificios oficiales vigilados, día y noche, por funcionarios armados? Por no hablar de las instalaciones militares, Capitanías y Gobiernos Militares donde los soldados permanecían con el fusil cargado y sabiéndose las famosas obligaciones del centinela que las Reales Ordenanzas habían mantenido desde tiempos de Carlos III. Hoy en día son pocos los edificios civiles de las Administraciones fuertemente custodiados. Incluso los Gobiernos Militares reconvertidos en Delegaciones de Defensa a veces no tienen, en apariencia, quién los vigile. Y me figuro que, lo que ocurre –y así lo he comprobado en el interior de alguna dependencia pública- es que los rigores climatológicos a la intemperie se han sustituido, de forma muy humanitaria, por una supervisión desde las pantallas que confortablemente pueden mirarse desde dentro del edificio.
Aplaudo, como he dicho, esta protección virtual en cuanto que deroga las lóbregas garitas y los castigos de plantón. Pero lo que no tengo tan claro es que la videovigilancia, por razones de inmediación, sea más eficaz que la seguridad a pie de calle que, quiérase o no, infunde un respeto disuasorio aunque, por desgracia, no hayan escaseado los atentados contra los agentes de la autoridad. Para empezar, recuerdo algo que todos tenemos también grabado, pero en nuestra mente y desde nuestra condición de televidentes: ¿cuántos documentales o secuencias sensacionalistas, de ordinario filmadas en Norteamérica, no habremos visto en las que una banda de delincuentes asalta un supermercado, una farmacia o una gasolinera? La moraleja de estos cortos no es la de qué bien, que gracias a la película al poco rato estaban todos en el trullo. Qué va. Muchas veces hemos visto escenas terroríficas con agresiones, cuando no asesinatos, de infelices dependientes o clientes del local asaltado y lo que se exalta es el realismo de lo grabado, que la cámara estaba allí. Y allí mejor estaba la policía, ciertamente. A veces, todo hay que decirlo, acaban ganando los buenos y se frustra el atraco. Pero a efectos del impacto del video eso es casi secundario. Comprendo que no todo el mundo puede pagarse seguridad privada –y podríamos hablar de la piratería somalí- y que tampoco hay policías para proteger a cada individuo –aunque ojalá nadie precise en breve de escolta-, pero de ahí a confiarlo casi todo a la maquinita con teleobjetivo, media un abismo.
Y voy terminando con algo que presencié sólo hace unos días: en los soportales de una Delegación del Gobierno, hasta hace poco tiempo siempre con personal de guardia, no sólo no había uniformes, sino que, en una esquina, algún desaprensivo había aliviado sus urgencias mingitorias. Aquella guarrería, rescoldo del calor de un botellón, me dio mucho que pensar. ¿Quién, sólo unos años atrás, se hubiera atrevido a tal cosa? Pero claro, aunque a buen seguro el sujeto fue grabado en plena faena, ¿qué podían hacer los policías? Mientras se incorporaban, abrían la puerta y salían al exterior, el elemento ya se habría ido y el principio de proporcionalidad y el Convenio Europeo de Protección de Derechos Humanos no permiten disparar a quien irrespetuosamente haya vertido aguas menores sobre un muro demanial. Por tanto, lo sensato es no hacer nada. Y en cuanto a la filmación, sabido es que de noche todos los gatos son pardos y la identificación, pese a la exhibición anatómica, se iba a antojar más que difícil en una época en la que la mayoría de los jóvenes viste igual en sus salidas “de finde”. Comprenderán que, al llegar a la conclusión de que los videovigilantes habían hecho bien no haciendo nada, empecé, simultáneamente, a poner en tela de juicio las bondades, para estos casos, de las nuevas tecnologías.
El estrambote a mis reflexiones, poco líricas en verdad, me vino, sin quererlo, a través de la recepción, como les habrá ocurrido a no pocos lectores, de un correo electrónico en el que se adjuntaba la imagen frontal de un pobre guardia de tráfico, con coche patrulla y todo, dando rienda suelta a sus esfínteres en un espacio público. Una nueva versión del cazador cazado en la que la videovigilancia privada se había vengado de cámaras y radares públicos. Lo que nos faltaba en la delicada coexistencia de servicios estatales e iniciativa particular. 
Leopoldo Tolivar Alas  

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