Esta historia, que se repite a diario por doquier, a nadie le es ajena como tampoco el recuerdo, aún tan cercano, de cuando teníamos que llenarnos las manos, la nariz y los ojos de polvo y ácaros para hurgar en documentación antigua o encontrar, por ejemplo, una sentencia o un decreto de unos cuantos años antes. Ahora, por fortuna, casi todo es más fácil y accesible, aunque sea a costa de la pérdida de originalidad, ya que todos disponemos de los mismos medios y solemos llegar a idénticos resultados. No saben bien las jóvenes generaciones lo que era aquello hace menos de veinte años, acostumbradas a procesadores de texto y a sistemas de reconocimiento de voz; a almacenamiento de archivos y a trasporte electrónico de los mismos, frente a la rudimentaria máquina de escribir. Artilugio venerable con el que a tantos nos tocó componer temas de oposiciones, tesis doctorales, informes y mil cosas más que no podían guardarse, ni modificarse y que sólo podían reproducirse intercalando papel carbón o, para los que ya tuvimos esa suerte, acudiendo a la fotocopiadora.
Recuerdo esta batalla histórica para valorar mejor el presente y volver al origen de este comentario. El hecho es que, un año sí y otro también, el profesorado de Secundaria suele alertar a padres y madres (creo que lo he escrito de forma políticamente correcta), de esta mala praxis de sus vástagos, a la vez que incita a los referidos progenitores a estar encima y a ser los primeros en cortar estos hábitos tan cómodos como poco edificantes en lo que a formación se refiere.
¿Pero qué va a exigírseles a los padres de las criaturas cuando los padres de la patria practican, consciente o inconscientemente, las artes del corta y pega? Toda la vida se ha hablado de normas influidas por el derecho comparado y bien está seguir la estela de lo que objetivamente es bueno. Eso sí; no está de más reconocer la paternidad o la procedencia de las ideas. Pero es que últimamente pocas reformas, estatales, autonómicas, locales, universitarias y demás contienen dosis apreciables de creatividad genuina. Con la ayuda de los referidos buscadores, la red suele facilitarnos dónde se ha aprobado tal medida que quieren vendernos como novedosa o en qué país o región hay una ley que regula un supuesto campo virgen. Luego, el cotejo entre lo de aquí y lo de allá suele llevarnos a conclusiones desoladoras, ya que al adaptador a veces se le escapa suprimir referencias al lugar de origen o a las peculiaridades exclusivas del mismo. Pero en fin, ya se sabe que en cuanto a calidad normativa no estamos en los tiempos de Alonso Martínez que, para muchos parlamentarios, sólo será una boca de metro.
Un brillante profesor, tempranamente fallecido hace poco, comentaba con mucha sorna que siempre había expresado su respeto y veneración por “el legislador”, por su voluntad, su mente, su espíritu... hasta que había reparado en que el tal legislador era, entre otros, un antiguo alumno suyo, zascandil donde los hubiera, que a base de años de militancia política había conseguido un acta de diputado con la que apretar el botón cada vez que se lo mandaran. Evidentemente, la generalización de tal anécdota llevaría a una descalificación esperpéntica e injusta del sistema democrático, donde no hay que ser sabio para ser un digno representante del pueblo en los órganos que encarnan la soberanía... o la autonomía política. Porque en las Comunidades Autónomas, quizá no en todas, lo de plagiar leyes y reglamentos está a la orden del día. Y hasta, a veces, se reconoce, lo que, como dije, es al menos más honesto. Sin ir más lejos, hace unas semanas, examinamos en mi Departamento una proposición de ley autonómica consistente en un tocho de cien artículos. Pues bien, más de noventa eran, prácticamente, un calco de la ley de una Comunidad, para colmo, limítrofe. Y el resto, muy pocos, estaban sacados de una norma de otro territorio algo más alejado. Por cierto, las leyes de referencia, como habían pasado ya unos años, estaban superadas, singularmente por nuevas Directivas comunitarias, ya que se trataba de un campo muy cambiante. La pregunta es si eso es vida parlamentaria o es buena vida, porque, ciertamente, en estos tiempos poco cuesta encontrar las disposiciones que aprobó el vecino. Luego vendrán los centralistas y nos dirán que para tener diecisiete leyes iguales bastaba con tener un solo Parlamento. Y la cosa no es así, ciertamente, pero tampoco debe parecer que lo es.
Leopoldo Tolivar Alas
Recuerdo esta batalla histórica para valorar mejor el presente y volver al origen de este comentario. El hecho es que, un año sí y otro también, el profesorado de Secundaria suele alertar a padres y madres (creo que lo he escrito de forma políticamente correcta), de esta mala praxis de sus vástagos, a la vez que incita a los referidos progenitores a estar encima y a ser los primeros en cortar estos hábitos tan cómodos como poco edificantes en lo que a formación se refiere.
¿Pero qué va a exigírseles a los padres de las criaturas cuando los padres de la patria practican, consciente o inconscientemente, las artes del corta y pega? Toda la vida se ha hablado de normas influidas por el derecho comparado y bien está seguir la estela de lo que objetivamente es bueno. Eso sí; no está de más reconocer la paternidad o la procedencia de las ideas. Pero es que últimamente pocas reformas, estatales, autonómicas, locales, universitarias y demás contienen dosis apreciables de creatividad genuina. Con la ayuda de los referidos buscadores, la red suele facilitarnos dónde se ha aprobado tal medida que quieren vendernos como novedosa o en qué país o región hay una ley que regula un supuesto campo virgen. Luego, el cotejo entre lo de aquí y lo de allá suele llevarnos a conclusiones desoladoras, ya que al adaptador a veces se le escapa suprimir referencias al lugar de origen o a las peculiaridades exclusivas del mismo. Pero en fin, ya se sabe que en cuanto a calidad normativa no estamos en los tiempos de Alonso Martínez que, para muchos parlamentarios, sólo será una boca de metro.
Un brillante profesor, tempranamente fallecido hace poco, comentaba con mucha sorna que siempre había expresado su respeto y veneración por “el legislador”, por su voluntad, su mente, su espíritu... hasta que había reparado en que el tal legislador era, entre otros, un antiguo alumno suyo, zascandil donde los hubiera, que a base de años de militancia política había conseguido un acta de diputado con la que apretar el botón cada vez que se lo mandaran. Evidentemente, la generalización de tal anécdota llevaría a una descalificación esperpéntica e injusta del sistema democrático, donde no hay que ser sabio para ser un digno representante del pueblo en los órganos que encarnan la soberanía... o la autonomía política. Porque en las Comunidades Autónomas, quizá no en todas, lo de plagiar leyes y reglamentos está a la orden del día. Y hasta, a veces, se reconoce, lo que, como dije, es al menos más honesto. Sin ir más lejos, hace unas semanas, examinamos en mi Departamento una proposición de ley autonómica consistente en un tocho de cien artículos. Pues bien, más de noventa eran, prácticamente, un calco de la ley de una Comunidad, para colmo, limítrofe. Y el resto, muy pocos, estaban sacados de una norma de otro territorio algo más alejado. Por cierto, las leyes de referencia, como habían pasado ya unos años, estaban superadas, singularmente por nuevas Directivas comunitarias, ya que se trataba de un campo muy cambiante. La pregunta es si eso es vida parlamentaria o es buena vida, porque, ciertamente, en estos tiempos poco cuesta encontrar las disposiciones que aprobó el vecino. Luego vendrán los centralistas y nos dirán que para tener diecisiete leyes iguales bastaba con tener un solo Parlamento. Y la cosa no es así, ciertamente, pero tampoco debe parecer que lo es.
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