viernes, 27 de enero de 2012

Obra social


Es una suerte para este blog el contar con algunos de los máximos expertos en Derecho público económico y, particularmente, en el régimen de las entidades crediticias, que bien pueden seguir ahondando, con rigor, en el devenir de esta nutritiva rama de la ciencia jurídica. Lo cierto y elemental es que, en estos tiempos de fusiones, consumadas o presentidas, poco queda ya y menos va a quedar del espíritu original de las cajas de ahorro, por lo que, mensajes oficiales al margen, nunca está de más insistir en la pregunta de qué va a ser, en el futuro, de la obra social y cultural de estas entidades.
Al día de hoy, cuando las cajas más potentes ya son bancos en toda regla, podría reflexionarse sobre los mensajes corporativos que se siguen ofreciendo y cotejarlos con la dura realidad de la crisis.
Comienzo con las cuñas de presentación, en la respectiva página web, de la obra social de tres de las más potentes entidades, aún presentadas bajo el nombre de cajas a impositores y curiosos:
a) “Trabajamos por los colectivos más vulnerables: personas con discapacidad o en exclusión social, enfermos de Alzheimer y Parkinson, inmigrantes, infancia en riesgo social, víctimas de violencia de género… Más de 300 años apoyando proyectos sociales, culturales, educativos y medioambientales”.
b) “El conjunto de actividades que se programan y realizan tienen una vocación de apoyo a los colectivos más desfavorecidos, como discapacitados, marginados, enfermos y sus familiares y tercera edad. El compromiso social (…) es irrenunciable”.
c) “Porque creemos que todas las personas deberíamos tener las mismas oportunidades (discapacitados, enfermos, inmigrantes, reclusos, niños y jóvenes)”.
Sería injusto negar las aportaciones y los patrocinios de estas y otras entidades a fines enteramente loables y edificantes, por más que la clientela de a pie, entre la que me incluyo, observe y padezca en sus propias carnes, la avaricia rayana en usura con la que se desenvuelven tan benéficos agentes económicos.
En estos tiempos de crisis, cuando el grifo del crédito está casi cerrado y los intereses escandalizan, algunas cajas, o, para ser exacto, algunos cajeros de éstas, se han convertido en albergues de indigentes; de personas sin techo que buscan cualquier hueco, como el que dispensan muchas oficinas bancarias entre sus puertas, para resguardarse del frío, pernoctar y lo que tercie. Todos lo hemos visto en muchos lugares y sabemos de la reacción de los bancos, tendente a incrementar la seguridad cuando no a clausurar en horario nocturno estos cajeros tornados en habitáculos. Es entendible, porque a nadie le apetece entrar a sacar unos euros a un lugar minúsculo poblado de pobres okupas. Además, la imagen social, para unas entidades que están todo el día gastando en nuevos logos y decoración multicolor, puede resentirse si se las relaciona con durmientes andrajosos.
Confieso lo mucho que me deprime esta estampa, que lleva fácilmente a la relación mental entre el hecho de que unos acreedores hipotecarios dejen sin casa a los más desfavorecidos por la catástrofe económica y el que esos mismos prestamistas implacables se encuentren con que las antesalas de sus despachos y ventanillas se convierten en alcoba de los parias de la tierra.
Por eso, cuando leemos que las antiguas cajas mantienen, por bandera, a los colectivos más vulnerables, tenemos que preguntarnos que por qué no empiezan por sus propios deudores. Ya sé que es difícil la flexibilidad en este campo, pero es que las instantáneas de embargos y desahucios, cada día más frecuentes, nos hacen ver aquellos mensajes bondadosos y filantrópicos bajo sospecha de hipocresía. Aunque todos esos programas de las obras sociales sean verdad y cuesten dinero.
Leopoldo Tolivar Alas

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