miércoles, 18 de enero de 2012

¡Que se vaya al contencioso!


¿Quién de los vinculados a la gestión administrativa no ha oído, o emitido, aquél aserto dirigido al administrado que le invita a recurrir? El “que se vaya al contencioso” forma parte de la tradición administrativa de este país nuestro. Ciertamente sus causas son diversas. Es producto a veces del hartazgo ante la insistencia impertinente de un administrado sin razones y sin razón, resultado de la prepotencia del gestor político o profesional en otras, cuando esas razones del administrado existen, o de la imposibilidad material o falta de voluntad para resolver expresamente, estimando o desestimando la pretensión de fondo.
Pero algo acaba de cambiar recientemente. La administración, en sus más diversos niveles, cuenta con servicios que aseguran su representación y defensa en juicio, incluso con ciertos privilegios procesales no menores. Abogados del Estado, Letrados de Comunidades Autónomas, Letrados municipales, de plantilla o contratados, asumían y asumen el relevante papel de defender en sede procesal la posición de la administración, prolongando así ante la instancia judicial su función constitucional de servicio a los intereses generales. El administrado, en cambio, surgido el conflicto con la administración, ha de buscar a quien le represente y defienda en juicio, y, aun convencido y cargado de razones, asumir como un coste para obtenerlas el de los servicios que requiere y contrata con tales profesionales. Hace frente, también, al tiempo, un largo periodo de incertidumbre derivado del endémico atasco judicial. Con todo ello jugaba la administración del “que se vaya al contencioso”, confiada en muchos supuestos en que no merecía la pena el viaje, ni en tiempo, ni en coste.
Pero en estos tiempos que corren aun las más arraigadas tradiciones corren el riesgo de perecer. Y acaso le ha llegado el turno a esta. La Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal, ampliamente criticada por las restricciones al acceso a la jurisdicción o a determinadas instancias judiciales como elemento central de la agilización propuesta, introduce una serie de modificaciones en la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa. Tres resultan relevantes a los efectos de este comentario, aunque conviene dejar constancia al menos de otras como las relativas a medidas provisionales o ejecución de sentencias.
En primer lugar, la reforma del artículo 78.1 y el nuevo apartado tercero del artículo 78 amplía el ámbito del procedimiento abreviado, al tiempo que se introduce una modificación que conforma lo que podríamos considerar un subprocedimiento superabreviado, en el que se omitiría a instancia del actor el recibimiento del pleito a prueba y la celebración de vista. Se trata de reducir así notablemente la duración del proceso judicial garantizando una resolución más rápida del conflicto.
La reforma de los artículos 81.1.a), 96.3 y 99.2, en segundo lugar, restringe notablemente el acceso a los recursos de apelación y casación en el convencimiento de que a menos recursos más agilidad, asumiendo de ese modo también una limitación del debate en sede judicial y, consecuentemente, del ámbito efectivo de la tutela judicial, que quedaría en muchos supuestos en única instancia. Ciertamente, también se logrará al cerrar la vía de recurso alcanzar resoluciones judiciales firmes en plazos mucho más breves, de modo que el factor tiempo se ve así también mitigado como coste añadido al recurso contencioso-administrativo.
Por último, en tercer lugar, y los profesionales de la gestión local bien harán en explicarlo detenidamente a sus munícipes, la reforma del artículo 139.1 impone el contencioso-administrativo el principio de imposición de costas al vencido. La percepción de gratuidad que los gestores públicos tienen del conflicto judicial debe, por tanto, cambiar. Y es que ahora, “en primera o única instancia, el órgano jurisdiccional, al dictar sentencia o al resolver por auto los recursos o incidentes que ante el mismo se promovieren, impondrá las costas a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones, salvo que aprecie y así lo razone, que el caso presentaba serias dudas de hecho o de derecho”. Es más, incluso “en los supuestos de estimación o desestimación parcial de las pretensiones cada parte abonará las costas causadas a su instancia y las comunes por mitad, salvo que el órgano jurisdiccional, razonándolo debidamente, las imponga a una de ellas por haber sostenido su acción o interpuesto el recurso con mala fe o temeridad”. Ciertamente, son de esperar mayores concreciones en la jurisprudencia basadas, en su caso, en acuerdos con colegios profesionales acerca de la concreción de las “serias dudas de hecho o de derecho” o del alcance de la “mala fe o temeridad” procesales.
Pero lo cierto es que, salvo expreso y razonado pronunciamiento del órgano jurisdiccional, se impondrán costas al vencido totalmente, administración o administrado. Del mismo modo, incluso en casos de estimación o desestimación parcial se impondrán costas al litigante de mala fe, administración o administrado, siempre que así lo acuerde razonadamente el órgano jurisdiccional, saliendo al paso así de recursos temerarios o dilatorios o de temerarias actitudes administrativas de remisión al contencioso-administrativo. La percepción del coste de la justicia debe cambiar, también para la administración.
 Julio Tejedor Bielsa

No hay comentarios:

Publicar un comentario