En plenas celebraciones del bicentenario de la Constitución de Cádiz me parece de justicia exhumar una modesta –aparentemente- disposición de aquellas Cortes constituidas por Decreto de 24 de septiembre de 1810, referida a la protección de las comunicaciones postales.
Sabido es (aunque a veces se leen comentarios erróneos), que ni el benemérito texto fundamental de 1812, ni su actualizada reencarnación de 1837, que ya enumeraba una serie de derechos que hoy diríamos fundamentales, citaban expresamente el secreto de las comunicaciones postales y, por ende, sus limitaciones.
Tendrá que ser otra Constitución, bajo la misma influencia liberal, la que en 1869 impusiera, de modo pionero, la motivación de todo auto judicial “de detención de la correspondencia escrita o telegráfica” y la responsabilidad directa del Juez que, sin motivación, la hubiera acordado y que le acarrearía una indemnización nunca inferior a 500 pesetas. Una fortuna de entonces.
Posteriores textos constitucionales pulieron esta rudimentaria, pero contundente, garantía, hasta llegar al vigente artículo 18.3 de la norma suprema de 1978. Previamente, tal protección se había reflejado en el artículo 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948 o en el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, de dos años más tarde.
Pero volvamos al pasado, a los tiempos de los grandes próceres como Agustín Argüelles que fue, por cierto, el puente entre las dos primeras constituciones liberales. Y apuntaba antes que, en una modesta e incidental disposición, las propias Cortes de Cádiz, antes incluso de elaborar la Constitución que las engrandeció históricamente, junto a otros Decretos garantistas de libertades (como el concerniente a la Imprenta, de 10 de noviembre de 1810), se preocuparon del secreto postal.
Y lo hicieron, curiosamente, ratificando un Real Decreto de 5 de agosto de 1810, por tanto anterior a la convocatoria de Cortes, expedido por el Consejo de Regencia. El Decreto que hoy entenderíamos convalidado por las Cortes soberanas el 15 de enero siguiente, prohibía “indistintamente escribir noticias desde los mismos ejércitos y provincias en que se hallen, relativas a nuestras fuerzas, su estado, posiciones, movimientos premeditados, ni disposiciones tomadas o que se mediten tomar, respectivas a la guerra”. Algo elemental para evitar dar pistas al enemigo en caso de ser interceptadas esas misivas de los combatientes. Pero, como contrapeso a esta proscripción de carácter militar y “deseando evitar los abusos que pueden resultar de la generalidad con que se ha mandado la apertura de cartas por el Superintendente general de Correos”, las Cortes de Cádiz “decretan que no se verifique dicha apertura sino de aquellas cartas sobre [las] que haya alguna fundada sospecha; haciéndose entonces por el Administrador y Oficiales que reúnan la mayor confianza y sigilo, con arreglo a lo prevenido en las ordenanzas de Correos”. Lo que se ordena ser entendido por el Consejo de Regencia al que se habilita para expedir, en su cumplimiento, las órdenes convenientes. El Decreto de Cortes (realmente, Ley), lleva el número XXII y es firmado por el Presidente Alonso Cañedo y los Diputados Secretarios José Martínez y José Aznárez.
Recordemos que en 1716 había quedado en manos de la Administración pública el servicio de correos y que, durante las Cortes de Cádiz, regía la Ordenanza General de Correos, Postas, caminos y demás ramos agregados a la Superintendencia general, de 1794, auténtica obra maestra de la regulación postal (hoy fácilmente accesible al estar digitalizada en la red) y donde, antes ya del primer Código Penal ordenado, cómo no, por las Cortes gaditanas, se adoptaban severas medidas conducentes a evitar cualquier intromisión o descuido en el transporte y depósito de la correspondencia.
Años después, en efecto, el cuerpo punitivo de 9 de junio de 1822, dedicará sus artículos 425 a 428 a tipificar las conductas y penas de los empleados públicos (de correos o no) y particulares que sustrajeran, destruyeran o abrieran “alguna carta cerrada después de puesta en el correo”.
Quizá ahora nos preocupe más el secreto de las comunicaciones electrónicas –sobre el que penden tantos escándalos-, pero no está de más, en estos días, recordar estos antecedentes.
Leopoldo Tolivar Alas
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