Uno de los elementos fundamentales del actual periodo constitucional español, sin duda el más estable y fructífero de la historia constitucional española, ha sido el principio de autonomía. Permitió construir los nuevos entes políticos creados a finales de los setenta y principios de los ochenta, las Comunidades y se implantó, con bríos crecientes, en el ámbito local, el más cercano al ciudadano, convertido en vecino. El mundo local ha venido soportando, sin embargo, un debe absolutamente fundamental, origen y explicación de muchos problemas, la deficiente financiación a las entidades locales. Vamos camino ya de las cuatro décadas de vigencia de la Constitución y, en estos años, pocos se han atrevido a cuestionar seriamente el modelo de Estado que nos habíamos dado. La actitud crítica se consideraba involucionista. A lo sumo se proponían pequeñas correcciones, reconsideración de algunas competencias autonómicas, delimitación de las competencias locales, pero nunca una revisión profunda del modelo y del entramado institucional que lo soporta. Ese entramado institucional, según algunos, pesa hoy como una losa sobre las cuentas públicas y provoca ineficiencias, duplicidades, gasto superfluo.
En España no somos reformistas, nunca lo hemos sido. Si reformar es, según el Diccionario, “volver a formar, rehacer” o “modificar algo, por lo general con la intención de mejorarlo”, difícilmente podrán considerarse reformas efectivas de la organización administrativa en España los sucesivos cambios que han dado lugar a que hoy contemos, al menos, además del propio Estado y dejando al margen la Unión Europea, con entidades locales menores, municipios, mancomunidades, comarcas, entes metropolitanos, cabildos, provincias, veguerías y Comunidades autónomas. Y todas estas entidades están investidas, con alcance diverso, de autonomía, del poder autónomo para autogobernarse que, en muchas ocasiones, se comparte si no se solapa. Cambiar sin reformar, crear sin suprimir han sido constantes de las innovaciones organizativas en nuestro país. Probablemente, ha ocurrido así porque para la casta política que ha liderado esos procesos era éste el mejor modo de prevenir y evitar enfrentamientos territoriales, políticos o administrativos, era la forma óptima de laminar tensiones. No en vano la estructura del sistema de partidos se construye desde la planta local, quien domina el territorio acaba dominando el aparato del partido. Pero, obviamente, tal proceder ha hecho que los problemas no se afronten.
En ese contexto, absolutamente deformado por la actual situación que algunos llaman crisis, surge el debate acerca de la extrema fragmentación del mapa municipal español. Y parece querer afrontarse, como casi todo en este enloquecido momento que estamos viviendo, de manera precipitada, irreflexiva, lineal, sin matices, orillando al Parlamento, a los Parlamentos, sin debate democrático. Se cuestiona la sostenibilidad del actual sistema de gobierno del territorio, basado en la planta municipal actual, sin analizar se tremenda diversidad en las diferentes zonas del país, la diferente cultura de asentamiento, conformación de núcleos, requerimientos de servicios e infraestructuras. No parecen considerarse, tampoco, los efectos que han producido agrupaciones de municipios realizadas en el pasado, en los sesenta, determinantes del despoblamiento de muchos núcleos, ni lo que supone esa despoblación desde la perspectiva de la tutela del territorio, de su sostenibilidad sin presencia humana continua.
La razón económica lo puede todo, parece justificarlo todo. Incluso aunque tal razón económica no se justifique económicamente en términos de endeudamiento o déficit, o desde la perspectiva del coste efectivo de los servicios, o considerando las utilidades que la subsistencia de núcleos de población produce territorialmente. Basta esgrimir el ya temido calificativo de “insostenible” para concluir que los municipios de escasa población deben desaparecer o, como mínimo, verse privados de sus competencias. No esperemos un Real Decreto-ley con una memoria económica mínimamente fundada. La reflexión falta también en este punto, a la hora de determinar el umbral de población necesario para que pueda subsistir el municipio, que se ha cifrado en cinco mil habitantes, veinte mil habitantes, veinticuatro mil habitantes. En Aragón tan sólo cincuenta de los setecientos treinta y un municipios superan los cinco mil habitantes, únicamente cuatro alcanzan los veinte mil y tan sólo tres, las tres capitales de provincia, reúnen más de veinticuatro mil habitantes. Por este camino los días del gobierno local que conocemos están contados, pues.
¿Y hacia dónde caminamos? ¿Hacia la ocurrencia? ¿Hacia otra forma de diversidad y asimetría? ¿Hacia el equilibrismo político en función de los repartos de poder en cada territorio? ¿O seguiremos la senda de la imposición de soluciones que obvien los problemas de cada territorio? ¿Qué ocurrirá con los empleados públicos que sirven en los municipios? ¿Cómo asumirán otras administraciones las competencias municipales sin capacidad para incorporar personal? Todas las Comunidades Autónomas tienen competencia exclusiva, asumida conforme autorizaba el artículo 148 de la Constitución, sobre las alteraciones de los términos municipales comprendidos en su territorio. Todas. ¿Obviará la legislación básica tal competencia o previsiones estatutarias como las vigentes en Cataluña o Aragón, con modelos diferenciales? La irreflexión, la arbitrariedad, la imposición, hará al Estado perder la razón.
Es conveniente reflexionar sobre nuestra organización institucional, sí, pero ha de hacerse sobre toda ella, no únicamente sobre la parte más débil en términos políticos. No puede ocurrir lo mismo que ha ocurrido en estos treinta y cinco años de vigencia de la Constitución, que la construcción de la autonomía municipal fallaba precisamente en lo financiero, siempre postergado tras las sucesivas reformas de la financiación autonómica, nunca suficiente. El mapa local merece un respeto y mayor reflexión. Es mejorable, sin duda, como lo son el papel del Estado, con una administración madrileña cuya finalidad no siempre resulta fácil de entender tras los amplios procesos de transferencias competenciales; las competencias y el mapa autonómico nacido de la coyuntura y no de la racionalidad histórica, territorial o económica en la mayoria de Comunidades y embarcado en una permanente huída hacia adelante; o la posición institucional y competencias de otros niveles como el provincial o, allí donde existe, comarcal, con una clara vocación de asistencia y apoyo al municipio que no siempre han podido asumir y ejercer de manera adecuada al entrar en desigual competencia con las voraces administraciones autonómicas.
Vivimos tiempos de urgencias y la urgencia no parece ser el mejor contexto para modificar apresuradamente estructuras de gobierno centenarias, para tirar por la borda lo que la historia ha construido. Es necesaria la reforma administrativa en España, sin duda, pero así no, por esta vía no, fundamentalmente porque nada se conseguirá salvo alimentar el conflicto y la fractura social y territorial. Hace más de ochenta años, en otra encrucijada histórica que España tampoco supo resolver, decía Ortega, refiriéndose al rumbo que tomaba el debate político en la II República, acaso adivinando el triste resultado final, que “no es cuestión de «derecha» ni de «izquierda» la autenticidad de nuestra República, porque no es cuestión de contenido en los programas. El tiempo presente, y muy especialmente en España, tolera el programa más avanzado. Todo depende del modo y del tono. Lo que España no tolera ni ha tolerado nunca es el «radicalismo» -es decir, el modo tajante de imponer un programa-. Por muchas razones, pero entre ellas una que las resume todas. El radicalismo sólo es posible cuando hay un absoluto vencedor y un absoluto vencido. Sólo entonces puede aquél proceder perentoriamente y sin miramiento a operar sobre el cuerpo de éste. Pero es el caso que España -compárese su historia con cualquier otra- no acepta que haya ni absoluto vencedor ni absoluto vencido” (Crisol, 9 de septiembre de 1931).
No sé si hoy día en España alguien se sentirá vencedor, pero sí estoy convenido de que muchos ciudadanos, demasiados, empezamos a sentirnos vencidos. No añadamos más
Julio Tejedor Bielsa
No hay comentarios:
Publicar un comentario