Qué diríamos de aquella empresa cuyos directivos no cesan de criticar y menospreciar, acusándoles de vagos e incompetentes, por sus continuos “cafelitos” matutinos y las pausas eternas, por su impericia supina, a sus empleados, a los medios personales de que disponen? Pongo el símil con la empresa privada porque gusta a los altos directivos y representantes de la cosa pública ensalzar el paradigma empresarial (siempre eficaz y eficiente) frente a la Administración Pública siempre burocrática, torpe, “legalista” y estulta. Partamos, no obstante, de que la Administración se rige por principios distintos y obedece a lógicas diferentes a las puramente empresariales, algo que parecen olvidar (intencionadamente) las modernas corrientes de las políticas públicas, por la sencilla razón de que no es prioridad de lo público buscar el lucro a costa de lo que sea y de que su objeto es la tutela de los intereses generales (y no de los intereses privados).
Aún así, y asumiendo aquel paradigma, ¿qué empresario se lanza piedras contra su propio tejado y no cesa de pregonar en el mercado los males que aquejan a su empresa, ensalzando a la vez a la competencia de un modo continuo e insistente? Hay también que saber dirigir para que la organización funcione correctamente, pero esto es otro problema, claro está.
Que la Administración Pública no es una empresa, ni que debe actuar sólo con esquemas de funcionamiento empresarial es algo que se impone de modo aplastante. Para empezar, si funcionara realmente atendiendo al paradigma empresarial los que la dirigen serían profesionales cualificados, competentes y reconocidos, tanto como se lo pudiera permitir la propia organización. Y le interesaría siempre rodearse de los mejores, de los más competentes, porque su supervivencia en el mercado dependería en buena parte de ello.
Nada de esto sucede, por más que guste desempeñar el papel de grandes gestores a quienes carecen de la brillantez y eficacia necesaria para tales cometidos (con honrosas excepciones), expertos en sobrevivir e imponerse en las luchas internas de los partidos y en unas elecciones, que no es poco, pero que desconocen realmente cómo se gestiona una Administración, y menos tratando de aplicar criterios de gestión empresarial (en lo que resulten aplicables, como decimos). Y es que una cosa son las tareas de gestión y de dirección de una organización y otra bien distinta son las tareas políticas. Cuando la política, entendida como el arte de lo posible (para muchos, ello significa equivocadamente el arte del torcimiento impune de las reglas que se imponen al resto de los mortales) se inmiscuye en las tareas técnicas, de gestión pura y dura, y profesionales, y viceversa, las cosas siempre empiezan a marchar mal. Porque el control deja de ejercerse como debiera ejercerse según criterios técnicos, y porque se adoptan decisiones regladas de todo tipo ajenas a criterios técnicos y profesionalizados.
Pero no sólo es grave la intromisión en el ámbito administrativo, profesionalizado, ejerciendo presiones intolerables (igualmente es grave la conducta de quienes se pliegan a ellas de modo vergonzante, para ir ganando favores), sino que además se señala con el dedo al personal al servicio de la Administración, tachándolo de inepto, aquejado del pecado capital de la pereza, y encima sobredimensionado. Personal que ha superado exigentes oposiciones (mención especial, claro está, merecen aquellos empleados públicos que entraron sin superar tales pruebas, o a través de pruebas recortadas a su medida y maquilladas, por presiones políticas o personales, y que en buena lógica luego no responden a unos mínimos niveles de calidad, lo que repercute en la mala imagen de ese funcionariado abúlico que trata de venderse a la opinión pública, pues de todo hay), y que es muy competente, cuyo mérito y capacidad ha sido demostrado, con iniciativa, laborioso, cumplidor y decente. Aclaremos que la fijeza en su empleo no obedece al mero hecho de superar unas duras oposiciones, idea también equivocada y malintencionadamente divulgada, sino que responde a sus funciones de servicio público, que deben ser neutrales, imparciales y objetivas, con independencia de la autoridad política de turno que ocupe la poltrona, siempre temporal. Es decir, que si no es de la “confianza” del político de turno, que no sea despedido, lo que es una garantía para y del propio sistema. Y que ahora parece más que nunca que protege al funcionario de quienes dirigen el sistema, que con su dedo acusador, y tras jugar durante décadas a ser generales con la pólvora del Rey (mientras son sostenidos por los verdaderos dirigentes de todo este tinglado), apuntan al funcionariado como el culpable de todos los males.
Así llegamos, en una vuelta de tuerca más, a las últimas medidas que se recogen en el Real Decreto-Ley 20/2012, de 13 de julio, de medidas para garantizar la estabilidad presupuestaria y de fomento de la competitividad (tiene guasa lo del fomento de la competitividad, que por lo demás parece querer lograrse devaluando el precio de la siempre torpe mano de obra, medida de compleja ingeniería empresarial sin duda alguna), con la supresión de la paga extraordinaria de diciembre de 2012, entre otras mutilaciones al modo griego, irlandés, portugués, e italiano. Todo ello precedido de esa pertinaz campaña pública en contra del funcionariado vago y abúlico, como si fuera el causante de todos los males actuales. Funcionariado que presta servicios cuyo trabajo equivalente prestado por el sector privado es muchísimo más costoso para la Administración, y pese a ello reiteradamente contratado como sabemos. Es la progresiva destrucción de la cosa pública por quienes vienen viviendo de ella y quejándose de ella a la vez durante décadas, de forma continua, y sus descendientes, que en esto suele adquirir la condición de heredable.
Por cierto, y para terminar, propongamos que esta vez también se proceda a recortar las retribuciones de las autoridades, de todas ellas (como ya se sugiriera por la FEMP en 2010, ¿recuerdan?), en una catorceava parte de sus retribuciones totales. Más que nada para dar ejemplo, que siempre andamos necesitados de ellos, y para que el reparto de las cargas y “penas” públicas sea igualitario, como reclama el Tribunal Constitucional de la vecina Portugal.
Rodrigo Ortega Montoro
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