jueves, 6 de septiembre de 2012

Solidarios con el banco malo…

La verdad es que empiezo a tener una cierta sensación de déjà vu, en el corto y en el largo plazo. Todo parece estar cambiando pero, en realidad, no creo que nada esencial esté haciéndolo. Debates y propuestas son recurrentes. Viernes tras viernes, Real Decreto-ley tras Real Decreto-ley, paquete de medidas tras paquete de medidas, asistimos a mucha publicación en boletín oficial y pocos cambios reales realmente dirigidos a la raíz de los problemas. La extensión subjetiva, objetiva y material de algunas políticas públicas se está limitando, es cierto, pero así ocurre en el marco de una cierta redistribución de recursos públicos que, destinados antes a financiar esos servicios, se dedican hoy a cubrir otros agujeros, públicos y privados. Es más, todas las medidas aparecen revestidas de un aura de coyunturalidad, se nos imponen como esfuerzos necesarios y contingentes, simples ejercicios de solidaridad cuando su distribución es desigual (que suele serlo). En este contexto se habla, también, de las reformas estructurales que vienen y no llegan, igualmente imprescindibles según nos indican, o de los nuevos esfuerzos por hacer, que parece que van a corresponder a los pensionistas, acaso con un nuevo y retorcido llamado a la solidaridad (invertida).Y en estas estamos cuando entre las múltiples reformas aparece algo que no lo es, y sí simple socialización de pérdidas privadas, el llamado banco malo. Según datos del Ministerio de Fomento, más conservadores que los de otras entidades más cercanas al mercado, la bajada del precio de la vivienda desde su máximo del primer trimestre de 2008, supera el veintiséis por ciento (sobre base 100 en 2005, 124,7 en primer trimestre de 2008 y 98,5 en primer trimestre de 2012). Baste el dato, completado con la remisión a las estadísticas oficiales y a los trabajos de Julio Rodríguez López en el observatorio inmobiliario de la revista Ciudad y Territorio, un auténtico lujo para seguir la evolución de la economía y el sector inmobiliario en nuestro país. La explosión de la burbuja inmobiliaria y financiera en España está produciendo unos efectos demoledores, aunque previsibles, sobre la economía española. El tsunami, finalmente, ha penetrado tierra adentro porque el rompeolas financiero no ha podido detenerlo. Tras reformas sobre las normas de provisiones, refuerzos de capital, valoración de activos y otras, tras varios Reales Decretos-ley sobre el tema (dos de ellos conocidos por el apellido del actual ministro de economía, Guindos I y Guindos II), tras aquellas grandilocuentes defensas de nuestro sistema financiero como el más sólido del mundo, tras todo ello, persiste la dura realidad.
Y la dura realidad es que ha ocurrido en España lo que cierto dirigente empresarial del sector inmobiliario madrileño propugnaba, con cierta prepotencia, en los primeros momentos de la crisis, “antes que bajar el precio que se las quede el banco”. Y el banco, o la caja, o las “banquicajas” de hoy, efectivamente, se las quedaron. Por el camino se generaron algunos costes financieros adicionales, derivados de las refinanciaciones realizadas para tratar de capear el temporal, pero, al final, se quedaron suelo, se quedaron vivienda, se quedaron auténticos dramas personales y familiares que, en el primer trimestre de 2012 se concretan en más de quinientos desahucios diarios. Los sectores inmobiliario y financiero españoles, atónitos, fueron incapaces de asumir pérdidas en 2007, 2008 o 2009. Y en 2010 ya fue tarde. La realidad virtual refinanciada entidades financieras e inmobiliarias trasladaron en esos años a los múltiples gobiernos de nuestras muchas y autónomas administraciones patrias, igualmente atónitos, era mejor que un escenario de intervención directa, clara y contundente que otros, más decididos y enfrentados a un problema menor, sí emprendieron. Los resultados hoy son innegables. El sector inmobiliario está en ruina y abocado a una reconversión profunda, a una auténtica refundación. El sector financiero, igualmente sujeto a tremendas tensiones, verá desaparecer entidades y deberá desinstalar una parte importante de su capacidad al tiempo que modificar su política de gestión de riesgos limitando el crédito y tratando de diferir, y digerir, el ya concedido. Los autónomos gobiernos, por su parte, están abocados a realizar dolorosos (para los ciudadanos) recortes de gastos, por un lado, y a incrementar la presión fiscal, por otro, convencidos sus gestores de que no tienen otra opción que la que dictan burócratas (públicos y privados) a los que ni tan siquiera conocen.
El banco malo, que sin duda se creará en breve en nuestro país, no es banco, aunque sí malo. Se tratará más bien de una sociedad inmobiliaria cuyo objeto será la liquidación ordenada de activos dañados, de terrenos y construcciones con cargas financieras asumidas en el momento álgido de la burbuja que hoy resultan del todo imposibles de asumir. Para ello dispondrá de uno de los factores clave para digerir esos riesgos, tiempo, diez años de tiempo. Pero también tendrá a su disposición ayudas públicas para enjugar unas pérdidas que, de otro modo, parecen difíciles de asumir. Dando por buena la bajada de precios en vivienda, hasta hoy, todo indica que la de muchos suelos es muy superior. Se manejan datos que indican que la transferencia de activos dañados al banco malo debiera realizarse con bajas del sesenta por ciento en su valoración, lo que deja en tierra de nadie unas provisiones adicionales de un veinticinco por ciento que completen las ya realizadas por las entidades financieras. Probablemente, ese veinticinco por ciento de provisiones adicionales algo tendrá que ver con los alrededor de sesenta mil millones de euros de necesidades de capital de nuestras entidades financieras y, a la postre, con doscientos cuarenta mil millones de euros en activos tóxicos, al menos, que hoy tienen en sus balances.
El banco malo, público, paradójicamente público, servirá para tapar esa herida por la que se está desangrando el país con dinero público, acaso con deuda pública, paradójicamente pública, además de con la incierta complicidad del tiempo. Al final, unas entidades financieras que han continuado dando beneficios en los momentos más duros de la crisis (suponiendo que ya los hayamos vivido), se desprenderán de sus pérdidas, de su stock imposible de comercializar, transfiriéndolo a un sector público al cual, por lo demás, continúan exigiéndole que mitigue las exigencias regulatorias. ¿Qué empresa no querría lo mismo para sí misma? ¿Cuál no aceptaría repartir sus pérdidas, derivadas de un exceso de producto, defectuoso además, e imposible de colocar en el mercado, con el sector público? ¿Qué empresa no transferiría ese stock, con una parte de las pérdidas, a un tercero que asumiese el problema de gestión a lo largo de los diez próximos, y largos, años? Por eso el banco malo no es banco, pero sí malo, muy malo. Probablemente, además, no dejará contento a nadie, ni a liberales ni a socialdemócratas, socialistas o comunistas, aunque sea por razones diferentes. Pero su maldad radica, fundamentalmente, en que esa redistribución de recursos públicos que se está realizando, los recortes en los servicios públicos, la solidaridad que se pide hoy a los ciudadanos, favorece a los más poderosos en términos económicos, enjuga sus pérdidas para consolidar sus ganancias. Malo es hacerlo así y malo es el precedente, especialmente si no hay responsables. Y no entro a valorar los objetivos en el mercado del banco malo, que los tendrá, porque sin duda será un poderoso agente e instrumento público de intervención en el mercado inmobiliario en los próximos años.
La metáfora del tsunami está agotada ya. El agua ha entrado tierra adentro, bien adentro. Todo parece inundado y mientras el agua se retira navegamos por alta mar en un barco gravemente dañado, un trasatlántico antaño de lujo al que hoy le falla lo esencial, que carece de combustible suficiente para llegar a puerto y tiene seriamente comprometida su flotabilidad. Los pasajeros están asustados, la tripulación desorientada y desde la costa llegan sólo rumores lejanos de gritos ahogados por las olas, sin referencias válidas de la línea de costa, sin faros. Y el capitán del barco no parece tener otra solución que pedirle a los pasajeros que salten para aligerar el peso o, a lo sumo, que confíen en los vientos dominantes, aunque lo nuestro no sea un velero. Eso sí, capitán y tripulación se mantiene secos, y a salvo. De momento.
Julio Tejedor Bielsa

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