miércoles, 26 de diciembre de 2012

El mejor rescate para Italia: deshacerse de Berlusconi

Silvio Berlusconi ha logrado descolocar una vez más a la clase política italiana y disparar las sirenas de alarma en Europa con el anuncio de que volvería a presentar su candidatura a la presidencia del Gobierno. El primer ministro Mario Monti, el tecnócrata que encabeza el Ejecutivo que hace los deberes impuestos desde Bruselas y Berlín, reaccionó de forma fulminante y aseguró que dimitiría en cuanto se aprobasen los presupuestos. Sin tiempo para digerir ambas noticias, Berlusconi dio otra vuelta de tuerca al asegurar que se volvería atrás de su decisión si Monti, al que acababa de retirar el apoyo, daba un paso al frente y encabezaba una alternativa de centro-derecha que cerrase el paso al recién confirmado líder de la izquierda Pier Luigi Bersani. Monti rechazó la oferta, que consideró “una trampa” de Berlusconi. Al día siguiente (ayer), el primer ministro, que no está afiliado a ningún partido, se presentó por invitación en la reunión del Partido Popular Europeo, en la que también estaba presente Il Cavaliere, y fue animado por Merkel y compañía a que dé un paso al frente y lidere la opción “moderada” para las próximas elecciones. Monti se deja querer mientras deshoja la margarita.
Continuará. Bienvenidos a Italia.
Lo peor de todo este embrollo es que, aunque con la etiqueta de problema y no la de solución, Berlusconi sigue en candelero, marca la agenda y condiciona la gobernabilidad de Italia e incluso, según los más agoreros, el futuro mismo del euro. Han sido unos días complicados, y los que vienen lo pueden ser aún más. Entre los múltiples comentarios que ilustran la magnitud del desafío de Berlusconi, me quedo con el de Antonio Padellaro, fundador de El fatto cuotidiano, que califica al líder del Pueblo de la Libertad de“kamikaze empeñado en destruir todo y a todos en la esperanza de salvarse a sí mismo”.
Puede que Berlusconi sea un payaso, un histrión, un demagogo y hasta un delincuente, pero se mueve como pez en el agua en el esperpéntico escenario político italiano. Se trata de un panorama marcado por la cancerígena extensión de la corrupción, las manos negras que contaminan el funcionamiento de las instituciones, la impotencia de los jueces, las insuficiencias del sistema electoral, la movediza e imprecisa caracterización ideológica de las fuerzas políticas y la fragmentación del sufragio, lo que suele convertir en encaje de bolillos la tarea de formar mayorías estables o, cuando menos, manejables.
Il Cavaliere, que no tiene nada de caballero, fue expulsado hace 13 meses del poder en una operación casi palaciega, cuando su gestión apestaba y el desprestigio dentro y fuera del país frenaba cualquier posibilidad de evitar la caída en el abismo. Poner en su lugar a alguien como Monti, que ni siquiera era un político profesional, que no encabezaba ningún partido y que, por supuesto, no concurrió a unas elecciones, fue tal vez una anormalidad democrática. Sin embargo, las formas se respetaron una vez que los partidos le garantizaron un claro respaldo en el Parlamento para emprender un programa de reformas impuesto desde la UE y que obtuvo un amplio consenso político, aunque no popular, por los fuertes sacrificios que exigía, sobre todo a las clases media y baja.
Barlusconi ha saltado a la palestra cuando Monti no ha podido concluir su labor y quedan aún leyes importantes por aprobar, algunas de las cuales afectarían a los intereses personales y judiciales del ex primer ministro. Y lo ha hecho investido del uniforme de gala de Gran Demagogo, en defensa de las víctimas de los duros ajustes, acusando a la política “germanocéntrica” impuesta desde fuera, denunciando la prima de riesgo como una “estafa”, repudiando al euro y prometiendo el oro y el moro: el fin de los sacrificios, más empleo y menos impuestos.
Como programa electoral se entiende que pueda tener eco entre una población furiosa, como la española, porque no ve la salida a la crisis y se ve obligada a apretarse cada vez más el cinturón. Pero el problema es doble. Por un lado, para hacerlo realidad esas promesas, Berlusconi necesitaría la varita del mago Merlín o la intercesión de Benedicto XVI ante su jefe para que haga unos cuantos milagros. Por otro, y ahí está la clave, quien lanza este mensaje redentor, este seráfico canto a la esperanza y la prosperidad no se ha ganado, ni de lejos, el derecho a que nadie le crea, ya que es un mentiroso compulsivo de la peor especie, de los que se creen sus propias mentiras. Cuesta imaginar que con todo lo que pasó en las tres etapas de Gobierno de Berlusconi pueda haber todavía quien confíe en él, pero el caso es que las encuestas le dan una intención de voto superior al 15%, y eso que la fiesta no ha hecho más que empezar.
Si tuviese algún sentido dar consejos a los ciudadanos de otro país, habría que recomendar a los italianos que tomen nota de las promesas que Mariano Rajoy hizo durante la última campaña electoral en España, y de cómo ha ido rompiendo todas y cada una de ellas una vez en La Moncloa, incluso la más solemne, la de mantener el poder adquisitivo de las pensiones. Si eso lo ha hecho un político, que pretende convertir el cinismo en virtud, pero al que sus homólogos europeos consideran “serio y responsable” (allá ellos), imagínense, estimados vecinos de la bota latina, lo que podría llegar a hacer alguien como Berlusconi, cuya guía en la gestión de los asuntos públicos es la arbitrariedad, la exigencia de lealtad incondicional a sus aláteres y la defensa de sus intereses personales. O mejor no imaginen nada, sólo recuerden lo que hizo cuando estuvo en el poder. A cualquier otro se le podría conceder el beneficio de la duda. Hacerlo con este individuo sería una insensatez.
No obstante, el máximo dirigente del Pueblo de la Libertad ha logrado alterar las coordenadas de la vida política italiana. Está cambiando las perspectivas de Bersani, que ya se veía investido como primer ministro. Ha puesto a echar humo a las calculadoras para determinar la incidencia de que se reeditase el pacto con la Liga Norte (cuyo líder ya ha dicho que quizás sin Berlusconi al frente, pero nunca con él) e incluso con la plataforma creada por el presidente de Ferrari, Luca Cordero de Montezemolo, que aspira a convencer a Monti de que se ponga al frente. Abre las especulaciones sobre las eventuales alianzas estratégicas poselectorales de Beppe Grillo y su Movimiento Cinco Estrellas, que capitaliza el voto de protesta y es lo más parecido a un movimiento antisistema. Y pone a Monti en la tesitura decidir si se presenta a los comicios con un proyecto propio o al frente de uno opción de centro-derecha más amplia. Desde su entorno se asegura, que en cualquier caso, sería fuera de la órbita de Berlusconi.
La democracia es, quizás, el mejor sistema político posible, pero deprime ver cómo se puede manipular por políticos indeseables. Los italianos pueden hacer con su voto lo que quieran, aunque el resultado sea un disparate contrario a sus propios intereses. Con la fauna que ha pasado por sus Parlamentos y sus Gobiernos en las últimas décadas, se comprende que sean escépticos y que desconfíen del conjunto de su clase política. Pero hay momentos clave en los que surge una oportunidad de cerrar capítulos especialmente nefastos, y éste es uno de ellos.
El rescate que Italia necesita, por encima del más que discutible que pueda llegarle desde la UE, se podría hacer realidad la segunda quincena de febrero, si por fin se adelantan las elecciones y Berlusconi es candidato. Bastaría con que sufriese una derrota tan humillante que le expulsara de una vez y para siempre de la vida política y le dejara, entre el repudio general, en el lugar que le corresponde: el banquillo de los acusados.

Luis Matías López



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