jueves, 27 de diciembre de 2012

De la ley de la atracción y de los sueños

Ahora que el dolor muerde tantas entrañas y que la desesperanza sustituye gradualmente a la incertidumbre y el desasosiego, necesitamos como nunca de estímulos que nos animen a seguir luchando. Algunas personas tienen suficiente motor interno para ello, pero otras precisarán la ayuda de los demás y para todas quedará la siempre recomendable compañía de los buenos libros. Existen textos de todos los colores y condición, pero una de las temáticas de mayor demanda entre los lectores de los últimos tiempos ha sido la autoayuda. Existen pésimos libros de esta temática, que conviven con los mediocres, empeñados ambos en ocultar las excelentes y recomendables obras que existen sobre la materia, que haberlas, haylas.
Los más exitosos han sido los de pensamiento positivo, enderezados con la atracción del propio destino que supone la fe ciega y la visualización de nuestros anhelos. Si de verdad deseas algo con intensidad, el cosmos se moverá para que lo logres. Las casualidades harán que aparezcan en tu vida las personas y las circunstancias que te ayudarán a conseguir tus sueños. La energía de tus sueños entra en conexión con las energías de universo que se encargarán de hacer realidad tus esperanzas. Basta con desear de verdad algo, visualizar sin dudas el objeto de tu deseo, tener fe ciega en tus aspiraciones, para que el destino te lo conceda. Si no lo consigues, es porque no lo has deseado de verdad, te has dejado llevar por las dudas, te has bloqueado a ti mismo, has  abandonado la Fe. Así de sencillo y así de claro lo ven, al menos, determinados libros que llevan años haciendo furor en librerías. Desde el super best-seller El Secreto, hasta otros similares e igualmente exitosos se predica esa máxima sencilla y potente: si quieres conseguir algo, basta con que lo desees y lo visualices con todas tus fuerzas. Lo llama la ley de la atracción, que viene a decir que tú atraes con tu mente tu propio destino. Millones de personas han acudido esperanzadas a estas lecturas y a la alquimia de su fórmula providencial. Desconocemos cuántas de ellas han logrado conseguir sus sueños y hasta qué punto la receta resulta infalible, pero, a pesar de que sus propuestas nos recuerdan a aquellos productos-milagro que todo lo curan, o los infalibles crecepelos de los vendedores ambulantes, no cabe duda de que la simpleza del mensaje nos atrae ineludiblemente. ¿Tienen algo de razón? Sí. ¿Se trata de un burdo engaño? No, al menos en la totalidad de su proclama. De hecho, los filósofos y sabios de todas las épocas han predicado siempre la necesidad de sueños, metas e ideales para dar un sentido a la vida. Soñar es bueno, y quién tiene metas, dispone de una imprescindible brújula para orientarse en las mil y una bifurcaciones que la vida le pondrá por delante. Probablemente no todos los que sueñan alcanzan sus objetivos, pero todos los que los alcanzan sí que los soñaron con anterioridad. Por tanto, no son lecturas dañinas, sino incluso recomendables. Aunque sea por simple efecto placebo, animan y estimulan, y nos hacen reflexionar sobre nuestra capacidad de soñar. Si algo se le puede achacar es aquello de que desear algo es condición necesaria… pero no suficiente, como diría el maestro de lógica.
El mensaje de este tipo de literatura acierta en algo: es importante tener metas y sueños. Y ya hemos convenido que quién las posee tiene muchas más posibilidades de alcanzarlas, ya bien sea por propia motivación o por simple prioridad y orientación del comportamiento. Ahora bien, ¿qué tipo de sueños tenemos? Pues en un porcentaje desconcertantemente alto los deseos de la inmensa mayoría hacen bueno el bolero que reza: “Tres cosas tiene la vida: salud, dinero y amor. Y el que tenga esas tres cosas, que le dé gracias a Dios”. La salud es un deseo primero y obvio, un tesoro que valoramos cuando nos flojea. Pero no basta con desearlo, lo mejor es ayudar con una vida sana, dieta adecuada y algo de deporte. Y del amor, ¿qué diremos? Pues bien, siendo lo uno y lo otro fundamental en la vida de cualquiera, es el dinero el oscuro – o luminoso – objeto del deseo de la mayoría de los lectores actuales. Riqueza, dinero, poder pagar deudas, evitar el desahucio, encontrar empleo, poder ayudar a los suyos… Da igual el grado de necesidad o ambición: el caso es que se trata de desear el dinero que pese a la modernidad cibernética en la que vivimos seguimos precisando al modo bíblico.
El dinero, la fortuna, la riqueza, el razonable pasar, puede ser considerado como un fin en sí mismo o una consecuencia de una actividad exitosa. Si mi fin es ser rico, acumular dinero, lo mismo me daría obtenerlo en el deporte, el comercio, las apuestas deportivas o la industria de calzado, llegado el caso, y eso hablando siempre de actividades legales. Es verdad que muchos de los actuales millonarios, en sus sueños de infancia sólo querían ser millonarios, sin importarle demasiado el sector económico que les aupara al sanedrín de los elegidos. Sin esa ambición-motor, no habrían acometido inversiones ni hubieran realizado el ingente esfuerzo ni hubieran incurrido el tremendo riesgo que hay que asumir para ascender en el siempre exigente camino de la riqueza. Probablemente, para llegar a ser rico, haya que haber deseado antes el llegar a ser rico. Pero probablemente la mayoría de los que lo desearon no lo lograron (¿por qué no tuvieron suficiente fe, acaso?) y la sería legión los pretendientes que fueran siendo paulatinamente rechazados por la luminosa y anhelada riqueza de sus amores. Con alta probabilidad, el simple deseo, por muy firme que sea, no es la llave mágica que abre el cofre del tesoro. La Fe debe acoyuntarse con el trabajo duro, la inteligencia, el talento, el tesón y otros atributos, esfuerzos y afanes más asociados al sudor de tu frente que a la exclusiva fortaleza metafísica del deseo en llaga viva.
Frente a esta concepción de la riqueza como fin, podríamos contraponer la idea de la riqueza como consecuencia. Lo importante sería que los sueños se centraran en la actividad, profesión o negocio a la que queremos dedicarnos, pretender ser los mejores en ella, y aportar a la sociedad en innovación o calidad. Puedo desear ser una gran artista, un buen escritor, un médico, un abogado, un empresario de la madera o de la moda. Es cierto que muchas de estas profesiones vocacionales – maestro, catedrático, funcionario, artesano – pueden permitirte una vida acomodada, pero difícilmente te abrirán las puertas a la riqueza aunque sí a la razonable felicidad a la que la mayoría aspiramos y que hoy por hoy, aplastados por la crisis, se nos antoja una quimera inalcanzable. ¿El deseo de riqueza es malo? Por supuesto que no, es preciso como motor de dinamismo e innovación para nuestra sociedad. Es más, la ambición del bienestar económico y el enriquecimiento son extraordinariamente positivas e imprescindibles, siempre que no sean a cualquier coste ni como obsesión exclusiva. Afirmar algo tan obvio tensiona nuestra aversión católica a la riqueza, quizás por aquello del camello y el ojo de la aguja. Para mantener ese sueño de clases medias extensas y acomodadas, es preciso que algunos sueñen con la riqueza y se afanen por ella. De ellos nacerán las empresas en las que trabajaremos y de las que nos nutriremos fiscalmente.
¿Podemos todos ser ricos? No. ¿Nos tenemos que resignar a una sociedad de pobres como la que nos encaminamos? Por supuesto que tampoco. ¿Podemos aspirar a una sociedad próspera, de amplias clases medias que convivan con personas de mayor riqueza y que ayude a los que lo necesitan? Ese, al menos, es el sueño de muchas personas de bien que en estos momentos nos esforzamos por cargarnos con la suficiente energía positiva como para alumbrar este túnel de lóbregas tinieblas por el que nos arrastramos. Nadie, nunca, logrará arrebatarnos nuestros sueños, metas e ideales…. que quizás terminen cumpliéndose. Soñemos. ¿Y si la ley de la Atracción fuera cierta? Quién sabe. Por lo pronto, a desear… y a esforzarnos incasablemente, inasequible el ánimo y la ilusión.

Manuel Pimentel


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