La mediación es una fórmula muy útil para ayudar a solucionar problemas de una forma mucho menos dolorosa para las partes que el conflicto tradicional, y mucho más barata y rápida que los interminables pleitos en los que tradicionalmente derivan. La mediación supone una solución autocompositiva del conflicto – ya que son las propias partes las que tienen la decisión sobre un posible acuerdo -, mientras que el litigio tradicional implica una solución que un juez impone a las partes. El sector ADR tendrá un desarrollo cierto, aunque lento, en nuestro país., ya que los hábitos culturales tardan en modificarse mucho tiempo que los corpus legislativos.
La Ley 5/2012 de Mediación en los Ámbitos Civil y Mercantil pretende impulsar el uso de la mediación en los litigios civiles y mercantiles y, aunque algo se ha avanzado, la actividad mediadora es muy reducida. En España, inmersa desde tiempos inmemoriales en la cultura del litigio, las partes tienden a remitir a un juez la solución de sus conflictos, en vez de intentar solucionarlo por ellos mismos con la ayuda profesional de un mediador experimentado. Vivimos en la cultura del pleito y nos es ajena la cultura del acuerdo. Pues bien, ante la creciente litigiosidad que conlleva los tiempos difíciles que atravesamos, los retrasos debido a la acumulación de expedientes ante los tribunales, los altos costes de los pleitos se debería incrementar sensiblemente el uso de la mediación como una alternativa ágil barata y, sobre todo, que puede aportar un alto valor para las partes.
El mediador, como ya hemos indicado, no impone solución alguna y su tarea consiste en restablecer, al menos parcialmente la comunicación entre las partes, intentar, comprendiendo los recíprocos intereses, acercar posturas y colaborar en construir un acuerdo que permita superar el conflicto. Para ello es preciso experiencia, sentido común, conocimientos básicos de la materia tratada y un cierto talento negociador.
Muchas personas, o empresas, temen acudir a la mediación por cuanto la contraparte pudiera percibir una debilidad que utilizaría en su propio beneficio. Este temor es una muestra más de la cultura del litigio en la que estamos inmersos. Un viejo refrán nos advierte de que más vale un mal acuerdo que un buen pleito. Sin embargo, nuestra dinámica judicial parece empujarnos a la suicida decisión de preferir un mal pleito a un buen acuerdo. Parece que la opción del acuerdo está descartada en muchos gestores y directivos. ¿Por qué? Mi propia experiencia me dice que en la mayoría de los casos por inseguridad o temor a la contraparte. También por la desconfianza en el sistema, por considerarla inútil o propia de pusilánimes, a pesar de que la experiencia ya nos hable de todo lo contrario.
Los gestores deben considerar el alto valor que un acuerdo les aporta frente a la alternativa del conflicto abierto en tribunales, con su alto coste, la inseguridad que crean los larguísimos plazos procesales, y las puertas cerradas y enemistades y desconfianzas a futuro que entrañan. Simplemente, por ello, el acuerdo atesora un alto valor frente al pleito. Pero hay más. Un buen acuerdo sirve para construir futuro, adaptándose a las realidades y pretensiones de las partes, deja espacio abierto a futuras colaboraciones, puede cimentar futuro frente el simple juicio del pasado que significa el pleito. En muchas ocasiones, el acuerdo implica un altísimo valor para las partes, ignorado por pura inercia judicial y desconocimiento de los mecanismos de mediación.
Debemos ir abriéndonos a las fórmulas de solución extrajudicial de conflictos. Frente a la cultura del pleito, reivindiquemos la del acuerdo: ¡merece la pena!
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