En mi larga experiencia rural he podido constatar que ciertamente en los pueblos se vive bastante tranquilo en cuanto a problemas de seguridad ciudadana en comparación con los problemas que se padecen en pueblos medianos o en las ciudades. Salvo casos muy puntuales y salvo raras escenas de violencia desatada de lo que llamamos la España profunda cuando a un desequilibrado le da por coger una escopeta y liquidar viejas rencillas por la vía rápida (recordemos Puerto Urraco), no son muy frecuentes los delitos muy graves. Por el contrario, sí se cometen en los últimos tiempos multitud de delitos contra la propiedad, aumentados desde el agravamiento de la crisis económica y aprovechando el aislamiento de muchos parajes. En algunos casos se sospecha con bastante fundamento acerca de quiénes son los presuntos, pero casi nadie se atreve a decir nada, primero porque en muchas ocasiones no hay pruebas y en segundo lugar por el peligro de aquello de “me he quedado con tu cara”. De otra parte tratándose habitualmente de delitos menores tampoco existe demasiado interés oficial, o quizás posibilidades reales de esclarecer esos pequeños hechos dada la endémica escasez de medios personales y materiales de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
En 2007 y con la Ley Orgánica 16/2007 de 13 de diciembre, se modificó la Ley Orgánica de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad de 13 de marzo de 1986. Se estableció la posibilidad de que en caso de que existan dos o más municipios limítrofes, pertenecientes a una misma Comunidad Autónoma que no tengan recursos suficientes para la prestación de los servicios de policía local, se podrían asociar para la ejecución de las funciones asignadas a dichas policías en esta Ley. Ya comentamos esta posibilidad en una ocasión (véasehttp://administracionpublica.com/asociaciones-para-la-prestacion-de-los-servicios-de-policia-local/). A pesar de ser una interesante posibilidad, sin embargo cinco años después, no conozco que al menos en Aragón, se haya ejercido esta posibilidad, que no obstante, es obvio que presenta muchas dificultades de orden económico, técnico y práctico.
En los pequeños pueblos se ejerce un notable control social de comportamientos cívicos, pero en cuanto a la delincuencia poco o casi nada se puede hacer; existe una real desprotección tratándose de extensos y despoblados territorios. Generalmente, por otra parte, muchos pequeños hurtos y robos no se denuncian en su gran mayoría en la seguridad de que no sirve de nada si no es simplemente para poder cobrar el seguro caso de que se disponga del mismo. Tan sólo sirve para perder unas horas en el cuartel de la Guardia Civil que está en el pueblo cabecera. Así, siempre resultan chocantes las estadísticas anuales de la Fiscalía manejando cifras que se refieren tan sólo a las denuncias formales presentadas y no al número de casos reales. Es claro que existe una gran desconfianza ante el esclarecimiento de muchos hechos delictuosos. Por cierto, he de decir que en mi experiencia personal, han sido frecuentes las ocasiones en que los Ayuntamientos han sufrido pequeños robos y, ni una sola vez se ha detenido a un culpable. En la última ocasión, informé al Concejal correspondiente de la necesidad de acudir al Puesto de la Guardia Civil y como ya habían ocurrido hechos parecidos en un par de ocasiones anteriores, declinó mi recomendación con un pragmático ¿para qué?
Hay que decir que el benemérito Cuerpo de la Guardia Civil es eficaz pero quizás sólo en los casos graves y sobre todo en los escabrosos, truculentos y mediáticos, en éstos echan toda la carne en el asador.
Casos hay en los que con sentido común y con muy escasos medios se han podido prevenir acontecimientos catastróficos. Recuerdo que tuvimos un caso de un vecino de mediana edad, alcohólico crónico y ya mentalmente muy desequilibrado que no tenía familia en el pueblo. Era de dominio público que circulaba a menudo en estado etílico en una vieja furgoneta en la que llevaba la escopeta de caza (nadie sabe cómo era posible que pudiese renovar el permiso de conducir y el de caza). Nunca pasó nada afortunadamente, pero temiéndonos que pudiese ocurrir algo gordo iniciamos los trámites con la Fiscalía para tratar de que se le inhabilitase o al menos se le retirase el permiso de armas. No hubo lugar a proseguir porque entre tanto falleció. Viene a cuento la historieta porque en un pueblo donde no hay policía local y las fuerzas de la Guardia Civil está formada por tan sólo cuatro o cinco números para un territorio de quince localidades y veinte mil habitantes, en muchas ocasiones existe una verdadera desprotección real.
Por ello es comprensible que se formen patrullas ciudadanas de vecinos hartos de ser víctimas de robos, tratando de resolver por sí mismos un problema que es un problema que el Estado no atiende. Pero no es en absoluto lógico. La primera obligación históricamente del Estado es la protección de los ciudadanos frente a cualquier tipo de agresión. El vasallo pagaba un diezmo al señor a cambio de protección y cuando se forma el Estado, éste asume el monopolio de la violencia, siempre a cambio, claro está, de que el vasallo, ahora ciudadano, pague sus impuestos. Por eso el Estado organizado en modo alguno puede hacer dejación de un eficaz sistema de protección, imprescindible para la convivencia y una de las principales razones de ser del Estado. A partir de ahí, se puede empezar a discutir el derecho a portar armas y/o el derecho o no a la autoprotección y los peligrosos límites de la legítima defensa, tanto para el agresor como para el agredido que siempre debe responder con medios “proporcionados”.
Quizás los vecinos de esos pueblos dejados de la mano de Dios deberían empezar a hacer objeción fiscal porque una de las partes (el Estado) no cumple con su parte del contrato, la protección de personas y bienes.
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