Un reciente pronunciamiento del Tribunal Constitucional podría poner coto a la perversa práctica que se ha generalizado en muchas Comunidades autónomas y que supone ora ignorancia, ora arrogancia frente a las elementales bases de la arquitectura de todo Estado de Derecho. Práctica que hace años critiqué en mi trabajo “Once tesis y una premática para salvar la dignidad de la ley” (RAP, núm. 177, págs. 119 a 155). Me refiero a la sentencia número 129, que tiene fecha de cuatro de junio, y que declaró inconstitucional algunas previsiones de la Ley de Castilla y León 9/2002, de 10 de julio.La Ley autonómica impugnada regula mediante un sólo artículo la declaración de singular interés regional de aquellas instalaciones que acogen residuos. En concreto, preveía que sus plantas o dependencias fueran declaradas proyectos regionales por Ley, recogiendo, además, escuetas precisiones sobre su tramitación prioritaria y la declaración de impacto ambiental, o la inexigencia de licencias sobre el uso del suelo rústico. A partir de su aprobación se facilitó el impulso de muchos proyectos de vertederos muy discutidos por las poblaciones cercanas o grupos de ecologistas. Tal fue el caso de Santovenia de Pisuerga (Valladolid), Gomecello (Salamanca) o Fresno de la Ribera (Zamora). Es más, advertido el cómodo instrumento de la aprobación de proyectos mediante Leyes autonómicas se han multiplicado con relación a planes urbanísticos, estaciones de esquí y otras instalaciones.
Pues bien, el alto Tribunal ha declarado la inconstitucionalidad de esa declaración legal de proyecto de interés regional, así como de las disposiciones adicional y transitoria.
Dos fueron las razones que, de manera resumida, los recurrentes esgrimieron en el proceso. Por un lado, la incidencia de la Ley en la autonomía local, al implicar la supresión de licencias y otras actuaciones municipales. Argumento que no fue atendido porque sabido es que toda autonomía ha de matizarse y acomodarse ante la concurrencia de otros intereses generales de los ciudadanos. Por otro, la crítica a esas leyes singulares que impiden su discusión por los afectados. En este sentido, el Constitucional recuerda en la sentencia sus dos criterios para admitir la validez de una Ley singular. Primero, que los afectados puedan acudir ante su sede y, dos, que el Tribunal pueda analizar y controlar de manera suficiente el texto impugnado porque, en términos de la sentencia “en modo alguno la reserva de ley puede servir como instrumento dirigido a evitar o disminuir la protección de los derechos e intereses legítimos amparados por la legalidad ordinaria”. Porque hay que saber, que pocos meses antes de aprobarse esa Ley autonómica, el Tribunal Supremo había anulado las licencias de obra y actividad del vertedero en Santovenia del Pisuerga.
Como ninguno de esos dos presupuestos se satisfacía, el Tribunal declaró inconstitucional los aspectos esenciales de la Ley autonómica por conculcar el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.
Coincido con el juicio de esta sentencia, aunque siento que el Constitucional no haya insistido en la necesidad de defender los cimientos más básicos del Estado de Derecho que sufren mucho con la práctica de estas Leyes que muestran una grave confusión de poderes, normativos y ejecutivos. Bien lo explicó Carl Schmitt “si el legislador usara la Ley para expedir órdenes, dictar actos administrativos o sentencias, toda la estructura del Estado y su funcionamiento estarían abocados al caos. Se generaría una especie de despotismo del legislativo que extinguiría la esencia de la división de poderes”.
Otras consideraciones me ha suscitado la lectura de esta resolución. Por un lado, el largo, larguísimo tiempo que ha transcurrido -diez años y ocho meses-, para resolver esta cuestión poco compleja a mi modesto entender. Por otro, comprobar que fue la contienda política, lo que permitió que el Constitucional conociera del recurso, porque fueron cincuenta diputados del Congreso los recurrentes Y, tercero, y para mí lo más urgente: una propuesta. Ya que vivimos de nuevo inmersos en otro proceso de reforma educativa debería considerarse la necesidad de ilustrar a los responsables públicos y a los representantes políticos sobre los palotes del sistema democrático. Propondría la implantación de un curso o asignatura similar a la educación para la ciudadanía que deberíamos, por cierto, también exigir a tantos que incumplen los más elementales deberes y obligaciones cívicas: desde el respeto por nuestras calles hasta el pago de impuestos. Pues bien, exigiría la comprensión de una selección de lecturas básicas sobre el ejercicio del poder. Y, junto a libros de Profesores de Derecho público, en primer lugar, los Tratados sobre el gobierno civil de John Locke.
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