lunes, 20 de enero de 2014

¿Garantizar el buen gobierno por Ley? El conflicto político está servido

La recientemente aprobada normativa estatal de transparencia ha incorporado también una regulación del buen gobierno que exige que las personas comprendidas en su ámbito de aplicación observen en el ejercicio de sus funciones lo dispuesto en la Constitución Española y en el resto del ordenamiento jurídico y promuevan el respeto a los derechos fundamentales y a las libertades públicas. Están sujetos a las obligaciones del buen gobierno, en los términos que señalaré posteriormente, en el ámbito de la Administración General del Estado los miembros del Gobierno, los Secretarios de Estado y el resto de los altos cargos (conforme a la normativa de conflicto de intereses) de la Administración General del Estado y de las entidades del sector público estatal, de derecho público o privado, vinculadas o dependientes de aquella. También están sujetos los altos cargos o asimilados que, de acuerdo con la normativa autonómica o local que sea de aplicación, tengan tal consideración, incluidos los miembros de las Juntas de Gobierno de las Entidades Locales. Ahora bien, frente a lo que ocurría en el proyecto de Ley, que hubiera podido amparar incluso la pérdida de la condición de electos de algunos de los sujetos expresados, el texto finalmente aprobado deja claro que “la aplicación de las disposiciones sobre buen gobierno de la nueva Ley estatal no afectará, en ningún caso, a la condición de cargo electo que pudieran ostentar el sujeto a la misma.
Aun cuando empecemos por el final, es útil para ponderar la importancia de la normativa sobre buen gobierno se pone de manifiesto si se advierte cuáles son las posibles sanciones administrativas que pueden imponerse por su incumplimiento. Así, si a las infracciones leves corresponderá la amonestación, por la comisión de una infracción grave se impondrá al infractor la declaración del incumplimiento y su publicación en el Boletín Oficial del Estado o diario oficial que corresponda o la no percepción, en el caso de que la llevara aparejada, de la correspondiente indemnización para el caso de cese en el cargo, que se impondrán en todo caso cuando se trate de infracciones muy graves. Pero, además, los sancionados por la comisión de una infracción muy grave serán destituidos del cargo que ocupen salvo que ya hubiesen cesado y no podrán ser nombrados para ocupar ningún puesto de alto cargo o asimilado durante un periodo de entre cinco y diez años. Está por ver, salvaguardada la condición de electo, conforme he advertido, si esa destitución puede alcanzar, como parece, a cualesquiera cargos o puestos que se ocupen y que no deriven automáticamente de tal condición de electo. El impacto que ello puede tener no escapa a ningún conocedor de la administración pública y el habitual revanchismo político que acaece tras los sucesivos cambios de gobierno no augura nada bueno.
Piénsese, a este respecto, que siendo el plazo de prescripción de cinco años para las infracciones muy graves, tres para las graves y uno para las leves y correspondiendo a autoridades políticas la incoación del procedimiento y la competencia para su resolución, tan sólo una clara tipificación de las infracciones puede evitar que, al amparo de esta normativa, se abran causas generales a gobiernos anteriores cuyos miembros, frecuentemente, serán miembros electos de cámaras legislativas o plenos locales. Sin embargo, ni las obligaciones de buen gobierno resultan precisas, como demuestra una somera lectura de lo dispuesto en el artículo 26 de la Ley de Transparencia, ni la tipificación de infracciones lo es. Y es que, dejando al margen la regulación de las infracciones en materia de conflicto de intereses o en materia de gestión económico-presupuestaria, entre las infracciones disciplinarias muy graves se incluyen algunas tan genéricas o imprecisas como “el incumplimiento del deber de respeto a la Constitución y a los respectivos Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas y Ciudades de Ceuta y Melilla, en el ejercicio de sus funciones”, “toda actuación que suponga discriminación por razón de origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual, lengua, opinión, lugar de nacimiento o vecindad, sexo o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, así como el acoso por razón de origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual y el acoso moral, sexual y por razón de sexo”, “la adopción de acuerdos manifiestamente ilegales que causen perjuicio grave a la Administración o a los ciudadanos”, “el notorio incumplimiento de las funciones esenciales inherentes al puesto de trabajo o funciones encomendadas” o “la violación de la imparcialidad, utilizando las facultades atribuidas para influir en procesos electorales de cualquier naturaleza y ámbito” (art. 29.1 Ley de Transparencia).
En suma, son más incertidumbres que certezas las que abre la nueva norma estatal. No parece buena base para reformar la gobernanza de nuestro país atacando indeseables fenómenos de corrupción. La profunda modificación del anteproyecto y del propio proyecto de Ley, aunque ha eliminado las claras trazas de inconstitucionalidad que en su día se pusieron de manifiesto, pues se convertía al Estado, a través del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, en garante del buen gobierno en todos las administraciones públicas, por encima de autonomías y repartos competenciales, no permite concluir que sea la norma precisa para transformar las dinámicas de gobierno. Son otros y más complejos los problemas, previos. El buen gobierno no vendrá de leyes sancionadoras que, si no me equivoco, serán objeto de uso partidista. Vendrá, o no, de reformas en profundidad de la normativa de organización administrativa, penal, procesal, electoral y de partidos políticos, entre otras. El buen gobierno es consecuencia, antes que presupuesto.

Julio Tejedor Bielsa

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