Me permito llamar la atención de los aficionados y especialistas en estos achaques de la Administración local acerca de la reciente aparición del libro “La reforma de 2013 del régimen local español” coordinado por Juan Alfonso Santamaría Pastor (edita Fundación Democracia y Gobierno local).
Es muy frecuente que, al amparo de las continuas, agobiantes y muchas veces inútiles reformas legales, los juristas concernidos se apresuren a publicar un libro desmenuzando su contenido en unos cientos de páginas. Es frecuente asimismo que tales publicaciones sean tan inútiles como las reformas legales mismas -e incluso más perturbadoras, lo que ya es apuntar alto- pero lo cierto es que alimentan la vanidad de quienes quieren ver su nombre en letra impresa y los curricula de los profesores universitarios a efectos de las evaluaciones a las que han de someterse.
Por ello normalmente merecen que se viertan sobre estas obras toneladas de olvido. No es el caso de esta pues, aunque contiene colaboraciones de desigual valor, acoge algunas que son especialmente originales. Destaco la del coordinador, Profesor Santamaría Pastor, que no es precisamente un desconocido entre los aficionados a la buena literatura jurídica. Y lo hago a pesar de que Santamaría asesta una crítica poco piadosa a alguno de los pilares sobre los que fue edificada la ley local de 1985 en la que yo mismo puse mis manos pecadoras e incluso relapsas.
Me refiero al sistema de asignación de competencias a las entidades locales, un modelo en el que persevera básicamente la reforma de 2013 y que resulta “la suma misma de la indefinición” que además “dificulta en extremo la tarea de planificación económico-financiera de los municipios”. A su juicio “un sistema racional debería partir de una lista cerrada de competencias municipales (de competencias analíticamente descritas, no de materias genéricas), constituida sobre la base de las funciones que, además de ser de ámbito estrictamente local, puedan ser adecuadamente financiadas con los recursos que la normativa de Haciendas locales pone en manos de los Ayuntamientos”.
Solo así pueden los municipios saber en cada momento “qué es concretamente lo que deben hacer y lo que no pueden hacer”. Con el modelo en vigor ocurre que los ayuntamientos, “sin duda con la mejor buena fe se ven impulsados, por razones electorales, a asumir todas las tareas que la norma sectorial no atribuya expresamente a otras Administraciones, aunque tampoco al municipio. Y el afán de hacer cosas incita también a hacer uso del título de competencias impropias que ha sido una de las causas del endeudamiento excesivo de las Haciendas municipales”.
Si a este modo poco complaciente de razonar se añade su afirmación según la cual el urbanismo ha de ser sacado “de raíz y por completo del ámbito local al haberse convertido en la principal causa de la corrupción de muchas de nuestras instituciones” se advertirá el tono polémico y provocador del escrito de Santamaría.
Lo que debe ser aprovechado para anotar también sus exageradas descalificaciones y cómo el autor mezcla observaciones del jurista sagaz que es con soluciones arbitristas como esta referida al urbanismo del que -digo yo y conmigo otros especialistas- algo puede quedar en manos municipales sin que ello tenga por qué alimentar necesariamente el istmo de las fauces de la corrupción.
En todo este asunto de las competencias locales hay detrás todo un debate que sobrepasa la mirada del jurista y es el del significado del municipio en el mundo globalizado, en la era de las comunicaciones al segundo y de los transportes de vértigo. Santamaría lo apunta al ironizar acerca de la literatura que explicaba su carácter “natural” o su consideración como espacio de “auténtica y directa democracia”. Sabemos que todo esto no son sino patrañas pero falta un análisis más general que ha de ser inevitablemente demoledor. Y del que saldría un sistema de competencias -también de gobierno, etc- difícilmente reconocible.
Amenazo con seguir ocupándome de esta y de otras colaboraciones relevantes de este libro.
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