viernes, 28 de marzo de 2014

La empresa y la metamorfosis española

Fernando Jáuregui impulsa desde hace un tiempo la iniciativa Emprendedores 2020 que ha recorrido España fomentando el emprendimiento y las vocaciones empresariales. Fruto de esas innumerables reuniones y encuentros nació una publicación,¿Puedo montar mi propia empresa?,que recoge más de doscientas historia de éxito empresariales con el objetivo de animar a otros muchos a embarcarse en la aventura empresarial. Si ellos pudieron, ¿por qué tú no?
Ahora que la economía parece que comienza a moverse, quizás sea oportuna una reflexión sobre el fundamental valor social de las empresas, llamadas a ser las locomotoras de la creación de empleo y riqueza. La idea de la necesidad de que nazcan nuevas empresas y jóvenes vocaciones empresariales se afianza en nuestra sociedad. La cultura emprendedora avanza paso a paso, a pesar de la atávica precaución con la que la sociedad española – especialmente en algunas de sus regiones – ha mantenido frente a la empresa y el dinero. Desde aquella idea extendida de que la empresa siempre era la mala y el empresario un sospechoso, se evoluciona hasta comenzar a comprender su imprescindible valor como dinamizador y elemento necesario y positivo para la sociedad. A pesar de estos innegables avances, una parte significativa de nuestra población sigue desconfiando de la iniciativa privada y de los valores empresariales aunque esa cautela se expresa con mayor moderación y reserva que antes. Así, parece que ya han absuelto de su pecado original a las PYMEs para mantener tan sólo a la gran empresa en cuarentena moral.
Resulta curioso comprobar algunas características de nuestra sociedad con respecto a la empresa y al dinero. Por una parte, la práctica totalidad de nuestros políticos son funcionarios o empleados públicos o de los aparatos de los partidos políticos. Prácticamente ninguno tiene experiencia empresarial y no conoce de la angustia que siente el empresario que no llega a pagar la seguridad social, las nóminas o atender e vencimiento de sus letras. En estas materias gobiernan de oído, con sus respectivas orientaciones ideológicas pero sin conocimiento profundo de causa. Si a esto se une que el dinero ha sido siempre un tema tabú y en general sospechoso para nuestra cultura católica nos encontramos que también la administración mantiene bajo sospecha a la actividad empresarial, sobre la que recae presunción de culpabilidad. Y si no, recordemos la cita evangélica que dice que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico llegue al reino de los cielos. Así, nuestra relación con el concepto dinero no es sana: desde pequeños nos decían en casa que de dinero no se hablaba, que era de mala educación, por lo que el dinero no deja de parecernos algo pseudopecaminoso, un obscuro objeto del deseo del que abjuramos en público para desearlo en solitario silencio, en un ejercicio estéril y onanista. Por el otro lado está el tópico anglosajón protestante, en el que el dinero es símbolo de éxito, de recompensa al mérito y al esfuerzo y expresión de cierta predilección divina. Así, a aquellos que aceptan a la empresa a regañadientes, parece gustarle que ganen tan sólo de poco a ningún dinero cuando habría que aceptar – y aplaudir – con toda naturalidad el que las empresas dentro de la legalidad obtengan el mayor beneficio posible. Eso será bueno para los empresarios y para la sociedad que los alberga. Una sociedad se enriquece con la bonanza de sus empresas y se empobrece con su declive. Es bueno para todos que nuestras empresas obtengan beneficios en el desarrollo de su lícita actividad. Asumen riesgos, aportan creatividad, dinamismo y valor a la sociedad, crean empleos y pagan impuestos. El problema no son las empresas, sino la ausencia de ellas. Lo malo no son las empresas muy rentables, sino las extremas dificultades que atraviesan muchas de ellas. Las empresas no tan sólo crean riqueza y empleo, sino que también ayudan a construir una sociedad mejor.
¿Nacen pocas o muchas empresas en España? Sorprendentemente para muchos, nuestro índice de natalidad de nuevas empresas es similar el europeo, situándonos en la franja alta en cuanto a autónomos se refiere. Además, el porcentaje del empleo y de la riqueza española creado por la pequeña empresa es muy elevado, si lo comparamos con los países de nuestro entorno. Realmente, nuestro mayor desfase radica en el tamaño medio de las empresas, sensiblemente inferior es nuestros país. Quiere esto decir que tenemos mayor porcentaje de PYMEs que la media europea. Aunque sería bueno que nacieran aún más empresas, es más importante aún que un mayor porcentaje de estas nuevas compañías crezcan y logran convertirse en grandes empresas hasta asemejarnos a la media del mundo occidental al que pertenecemos. La PYME es buena, la gran empresa también. Que nazcan muchas empresas y que un porcentaje significativo de ellas logren crecer y extenderse sería un objetivo a todas luces deseable.
Estamos siendo testigos de una transformación esencial de nuestra estructura económica. Por vez primera desde los años sesenta nuestro crecimiento económico comienza a basarse en las exportaciones de bienes y servicios diversos, superando el clásico motor de la construcción. Es una dinámica sin precedentes históricos y asombro de media Europa. Cientos de miles de empresas españolas, pequeñas, medianas y grandes, viajan por esos mundos de dios vendiendo sus producciones. Debemos reconocer que ese gran salto no se hubiera podido dar si no hubiera sido por el trampolín que han prestado nuestras multinacionales – bancos, constructoras, ingenierías, telecos, seguros – que han generado un importante efecto arrastre que suma y sigue. A la fiesta de la internacionalización están invitadas todas nuestras empresas que por objeto y ambición deseen ampliar sus mercados. España está cambiando y es la empresa el impulsor más dinámico de esta imprevista y positiva evolución.

Manuel Pimentel

No hay comentarios:

Publicar un comentario