A cualquiera que esté familiarizado con el Derecho Administrativo, si se le pregunta por lo que es un Registro General, cómo se practican los asientos, si el particular puede exigir copia y demás, pensará inmediatamente en los artículos 38 y 35 c) de la Ley 30/1992. Y si se le inquiere por los efectos que tiene la paralización, durante meses, de un expediente por causa imputable al interesado, se remitirá a la caducidad del artículo 92.1 de la citada ley. Y si al hipotético operador jurídico se le lee que “en el despacho de los expedientes se guardará el orden riguroso de entrada”, salvo que por el jefe de la unidad “se dé orden motivada y escrita en contrario”, creerá, que el lector tiene entre manos el artículo 74.2 de la ley procedimental común. Y si se le habla del contenido de las notificaciones –acuerdo íntegro, expresión de recursos que en su caso procedan y término para interponerlos, sin perjuicio de que el interesado pueda interponer cualesquiera otros- y lo que ocurre y debe hacerse cuando no puede practicarse la notificación, incluyendo la publicación en boletines oficiales, no dudaría en que se estaba haciendo mención a lo que prevén los artículos 58 y 59 de la referida Ley de 26 de noviembre de 1992. O al 79.2, si transcribimos un párrafo acerca de las reclamaciones de los particulares por defectos en la tramitación o, en fin, al que muchos creen novedoso artículo35 f) de aquélla, si hablamos de la prohibición –tantas veces dilatoria- de exigir documentos innecesarios a los particulares.
Pero, como a buen seguro ya habrá reparado quien haya recalado en este comentario del blog, todas esas previsiones no son nuevas, en absoluto. De la mayoría tenemos ya recuerdo quienes, por razón de edad, debimos estudiar y trabajar con la Ley de 17 de julio de 1958.
No obstante, las referencias citadas más atrás, son bastante más añejas y proceden de la Ley de 19 de octubre de 1889, conocida como Ley Azcárate; sancionada, en nombre del Rey menor, por la Regente y refrendada por Sagasta. Esta ley de procedimiento administrativo, que en la Gaceta de Madrid del 25 siguiente se inserta sin título, fue algo más que “un intento de uniformar” la tramitación y “un paso significativo en la evolución del Derecho público español”, como reconoce la Exposición de Motivos de su sucesora de 1992, que cae en el tópico de fijarse más –y despectivamente- en que a la postre “se plasmara en un amasijo de reglamentos departamentales” ya que, como es sabido, la ley de 1889, concedía en su primer artículo seis meses para que cada Ministerio redactara y publicara un reglamento de procedimiento (o uno por cada dependencia o grupo de ellas). Aunque -y esto es lo importante-, sometidos nada menos que a dieciocho bases comunes, debiendo, además, dar cuenta el Gobierno a las Cortes de todas y cada una de las disposiciones rituarias que aprobara. No es poca cosa.
Dado que en el otoño esta ley cumplirá 125 años no está, creo, de más recordar lo que debiera ser una efeméride más digna de ser tenida en cuenta que otras muchas historias e historietas de menor interés práctico y garantizador. Pero suele pesar más lo folclórico que cualquier hito en la lucha contra las inmunidades del poder, tomando prestado un célebre título del maestro García de Enterría. Bien pobre fue, hace diez años, el recuerdo del centenario de la Ley Maura que extrajo, en peculiaridad notable, la jurisdicción contencioso-administrativa del Consejo de Estado para alojarla definitivamente –no era la primera vez- en una Sala del Tribunal Supremo. Mucho tiempo atrás, proféticamente, Alejandro Nieto había llamado la atención de la escasa importancia que se la había dado, por juristas e historiadores, a tan significativo cambio.
En fin, que no se trata de montar un tinglado burocrático, comisión nacional, ni cosa parecida, sino, simplemente, de tener un recuerdo y un reconocimiento público para esta norma de la que aún hoy somos acreedores. Mucho más de lo que se piensa. Y además, porque siempre es bueno saber de dónde venimos y cuándo y quién trazó las coordenadas en las que nos movemos, en este caso jurídicamente.
Como curiosidad, en la misma Gaceta de 25 de octubre de 1889, precediendo a la Ley de procedimiento, aparece uno de los frecuentes partes oficiales, de la Presidencia del Consejo de Ministros, transmitiendo a la ciudadanía que “SS.MM. el Rey y la Reina Regente (Q.D.G.) y Augusta Real Familia continúan en esta Corte sin novedad en su importante salud”. Por tanto, de ser cierto el comunicado, no habían sufrido ningún percance y se hallaban en Madrid. Todavía va a ocurrir, si se me permite la broma, que este mito de la transparencia, particularmente en relación con la Corona, estaba mejor tratado hace siglo y cuarto que al día de hoy.
Leopoldo Tolivar Alas
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