lunes, 16 de marzo de 2015

Los convenios de fusión

El nuevo y barroco artículo 13 de la ley 27/2013 -reformadora de nuestro régimen local- incorpora un mecanismo nuevo que pretende incidir sobre el mapa municipal español.
En efecto, en su párrafo cuarto, podemos leer que “los municipios, con independencia de su población, colindantes dentro de la misma provincia, podrán acordar su fusión mediante un convenio de fusión, sin perjuicio del procedimiento previsto en la normativa autonómica …”.
El invento -atrevido pero desencaminado como veremos- se coloca en la órbita de las fórmulas supramunicipales, tal por ejemplo las tradicionales mancomunidades, solo que aquí estaríamos en presencia de una mancomunidad con vocación totalizadora pues absorbería la completa organización municipal y la entera actividad municipal (y no la referida a una o varias de sus competencias).
La aprobación de estos “convenios de fusión” corresponde a los plenos de cada uno de los municipios afectados que han de adoptar sus acuerdos por mayoría simple.
¿Qué conseguirían los municipios con la utilización de esta fórmula? La preferencia en las subvenciones que otorgan otras administraciones públicas; la aplicación de reglas específicas sobre participación en los tributos del Estado; la dispensa a la hora de prestar los nuevos servicios mínimos …
Mi desacuerdo con este invento es total. De nuevo el legislador del Estado nos ofrece una muestra de una bobalicona creencia: la de que la reforma de nuestra planta local, exuberante, con más de ocho mil municipios, fantasmagóricos la mayor parte de ellos, se puede resolver sobre la base de incentivos que muevan las voluntades locales de una forma espontánea, henchida de piadosos deseos. Quienes, por su juventud, se estén incorporando ahora a este debate podrán caer en la trampa y dar credibilidad a tal patraña; por el contrario, quienes llevamos batallando con este asunto desde hace muchas décadas, sabemos que estas medidas han sido siempre perfectamente inútiles. Y, si se quiere reforzar tal conclusión, aconsejo echar un vistazo a las experiencias de los países europeos que han sabido meter con éxito el bisturí en el tejido local.
De otro lado, estoy de acuerdo con mi compañero Díaz Lema cuando sostiene -en el interesante libro “Sostenibilidad financiera y administración local” (Valencia, 2014)- que con esta previsión normativa se está invadiendo la competencia que es propia de las Comunidades Autónomas si nos atenemos -como es obligado- a lo previsto en los respectivos Estatutos de Autonomía al amparo del artículo 148, 1, 2 de la Constitución. El legislador es muy consciente de ello y por ello echa mano -dijérase que con timidez, consciente de que se está metiendo en huerto ajeno- de la perturbadora expresión “sin perjuicio del procedimiento previsto en la normativa autonómica”. ¡Qué afición a mezclarlo todo!
En pocas materias se puede ver con más claridad la pertinencia de la regulación autonómica como en esta aquí objeto de comentario. Si resulta evidente que los asentamientos poblacionales en España son muy variados, nada más lógico que el sistema político tome nota de esta realidad y confíe al legislador más cercano la ordenación de su territorio. Conviene que nos metamos en la cabeza que Canarias nada tiene que ver con Galicia ni Valencia con Extremadura cuando de la configuración de sus mapas municipales hablamos.
Por consiguiente, lo que procede es exhortar a las Comunidades autónomas a que se animen de una vez a aprobar leyes tendentes a reducir de forma resuelta el número de sus municipios en sus parlamentos y asambleas: con decisión, con coraje, respetando las opiniones de los ciudadanos, también de sus representantes locales, siendo exquisitos con los unos y con los otros, pero decidiendo al final -con autonomía precisamente- lo más conveniente al interés autonómico cuya tutela tienen a su cargo. ¿Será posible que no se aproveche el agobio de la crisis para hacer frente a esta necesidad imperiosa?

Francisco Sosa Wagner

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