Permítanme contar una batalla, a propósito de uno de esos precedentes fallidos que tuvo, creo recordar, por provincias experimentales, hace unos veinte años, a Toledo y a León. A poco de salir en la prensa, como ahora, la puesta en marcha de tan genial idea, yo, que trabajaba a las orillas del Bernesga, yendo a ochenta por hora por una carretera general, recibí una orden de alto y, orillado al arcén, oí cómo un benemérito me decía que me pensaba empapelar por ir a la velocidad que iba –en eso no mintió-, en un tramo limitado a sesenta. Me quedé de piedra, porque la tal carretera me era tan familiar como el pasillo de casa y, en el punto kilométrico de la denuncia, ni había una travesía, ni un cruce, ni nada. Puro y duro descampado, tramo recto y raya discontinua. No sé si llegué a protestar pero lo que sí hice fue volver al día siguiente pertrechado de cámara fotográfica. Quiso el cielo que, exactamente en el punto donde se marcaba el hectómetro en el que el guardia había situado la infracción, hubiera una señal redondita, con su orla roja, que indicaba, ni más ni menos, “cien”. Le saqué más fotos que a una famosa y monté unas alegaciones incendiarias en mi descargo. La cosa fue tan gorda y evidente que, lo que nunca pensé que ocurriría, el Jefe Provincial de Tráfico, al que no conocía de nada, me llamó para pedirme perdón. Un gesto insólito, de una honorabilidad extraña al funcionamiento tan impersonal de la Administración. Me dijo que el denunciante, al darle traslado de mi escrito, tuvo que reconocer que era verdad lo que yo había dicho pero “seguro que la infracción se habia producido en otro punto” (sic). El responsable de Tráfico me comentó que estaban pensando qué hacer en relación con tal sujeto. Yo le contesté que, siendo grave su abuso de autoridad, y su mentira, por la violación de su presunción de veracidad, la culpa última no era de él sino de quienes propiciaban tales conductas. Ya no supe qué pasó luego aunque sí sé que “los incentivos”, que en aquellos días creo que también se extendían a días de asueto, acabaron durando lo que un caramelo a la puerta de un colegio.
Ahora volvemos a las andadas y a uno se le vienen a la memoria anécdotas que daba por felizmente superadas y que creía fruto de la inexperiencia democrática. Pero se ve que seguimos tropezando en la misma piedra.
Por lo menos, debiera preverse que el agente incentivado, de prosperar unas alegaciones o un recurso administrativo o judicial frente al acto nacido de su denuncia, pagara de su bolsillo un equivalente a la multa que quiso imponer. Eso sí que es justicia conmutativa. Pero claro, así no se inmovilizaría ni a un chimpancé ebrio que circulara a doscientos por hora y en sentido contrario por una autovía. Pobres guardias; una vez más víctimas de los experimentos de los gobernantes y del resentimiento de los gobernados.
Leopoldo Tolivar Alas
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