Aunque no con mucha fuerza y, desde luego, con muy poca trascendencia pública, al albur de la crisis actual, se ha reabierto un viejo debate como es de la supresión de municipios en España, tema que ya han tratado de manera ejemplar, aunque tangencialmente, en este mismo blog Francisco Sosa Wagner en su artículo “Diputaciones: ¿Sí o no?; y Mercedes Fuertes López en su artículo “En defensa de las Diputaciones”, sobre el que me gustaría aportar mi modesto punto de vista y mi experiencia personal porque, desde que me inicie en esta profesión nuestra, me pronuncié abiertamente a favor de la medida, si bien debo admitir que, seguramente, tal postura se debe básicamente a mi condición de urbanita de nacimiento. Recuerdo que, tras tomar posesión en un pequeño pueblo conquense de 1.100 habitantes y superar el doble impacto del primer trabajo y de aterrizar en un lugar en las antípodas de una gran ciudad, durante la asistencia a un curso – no recuerdo sobre que versaba -, a los que procuraba asistir ya que suponían un oasis en el que podía relacionarme con personas con las que podía sentirme comprendido pues, no en vano, hablábamos de temas parecidos, el Interventor de la Diputación de Toledo – creo que era Pedro Caballero – afirmó que le parecía una barbaridad enterrar en pequeños pueblecito a jóvenes profesionales que apenas contaban con medios para desempeñar su profesión.
La verdad que esa afirmación me hizo sentirme identificado y me transmitió la tranquilidad interior necesaria, al no verme tan sólo y olvidado, para desarrollar mi trabajo durante 13 años en aquel municipio al que me fui adaptando paulatinamente, pero sin que, en ningún momento, me abandonara la sensación, más bien la realidad, de no contar con los medios y las herramientas mínimas para poder desempeñar dignamente mi labor y de que los tímidos avances que experimentaba eran fruto de un esfuerzo ímprobo del que dudaba que formara parte de mis obligaciones, pero al que no debía renunciar si pretendía estar actualizado aunque fuera insignificantemente.
Esta sensación era compartida por otros profesionales de la localidad, tales como médicos, profesores, veterinario, guardias civiles a los que recuerdo patrullando en ocasiones en vespinos de su propiedad, asistentes sociales, etc…, que, igualmente, debían dedicar parte de su tiempo libre y recursos a ponerse al día y procurarse medios con los que no quedarse rezagados en la calidad de sus servicios, y los que me unía la certidumbre de estar perdiendo oportunidades de progresión profesional, personal e intelectual, logrando, en el mejor de los casos, no quedarnos descolgados irremediablemente del pelotón de colegas más afortunados desde el punto de vista de sus condiciones de trabajo.
Es cierto que mentiría si dijera que no guardo buenos recuerdos de esos 13 años y que no aprendí a valorar la tranquilidad – a veces excesiva – de vivir en un pequeño pueblecito, pero la realidad que conocí no me deja lugar a dudas de que el mantenimiento de municipios de escasa población, condenados a luchar por su cuenta, no es racional ni efectivo desde la perspectiva de la prestación de servicios de una calidad mínimamente aceptable.
Recuerdo, con ocasión de los Planes Provinciales de Obras, dado que el Municipio en el que yo me encontraba destinado era, por así decirlo, la capital de zona puesto que los pueblecitos del entorno no superaban los 400 habitantes, la decepción de sus Alcaldes al conocer el montante de dinero que les correspondía en función de sus poblaciones y el caso particular de Alcohujate con una población aproximada de 90 habitantes, inmortalizado por Camilo José Cela en sus “Viajes a la Alcarria” al comentar las pudendas partes de sus mozas, que año tras año se limitaba a colocar 6 o 7 farolas de alumbrado público porque el presupuesto no daba para más.
Es verdad que la situación ha cambiado mucho, pero me temo que no tanto, y no se puede negar que siguen existiendo muchos municipios, demasiados, que apenas pueden hacer frente a una prestación de servicios que los ciudadanos exigen en un alto grado de excelencia, sobre todo en un momento en que las nuevas tecnologías y los campos a los que se extienden las competencias municipales sin parar (urbanismo, servicios sociales, medio ambiente, cultura, turismo, desarrollo rural, seguridad ciudadana, etc…), requieren la participación de personal más cualificado y especializado que antaño cuyo coste incrementa el del servicio.
Con motivo de este debate que la crisis y el ejemplo griego, que en Mayo pasado ha decidido acabar de un plumazo con 679 municipios, han desempolvado tímidamente, el vicepresidente y ministro de Política Territorial, Manuel Chaves, ha declarado que plantear la supresión de municipios es ofender a los ciudadanos y crear problemas.
Sin embargo, si los ciudadanos están en su derecho de demandar servicios públicos de calidad, no comprendo en qué les puede ofender el concienciarles de su coste y qué problemas puede crear el plantearles la alternativa mejores servicios a costa de una organización administrativa más eficiente frente a servicios mediocres a costa de conservar un mal entendido sentimiento de identidad, pues una teórica reestructuración municipal no implica la desaparición física de los pueblos, sino su obligatoria asociación prestacional en beneficio de todos.
Pedro Castro, residente de la FEMP, en una clara línea de oposición a la posibilidad de supresión enfatiza que no se puede olvidar que en España existe un sentimiento de identidad muy arraigado con respecto al pueblo o ciudad de cada uno. Los Alcaldes a los que les ha planteado el tema la prensa se suben por las paredes y eso que, a buen seguro, algunos nunca se encontrarían entre los candidatos a desparecer. El de Sabadell (Barcelona) se defiende diciendo «primero, que me digan qué Ayuntamientos quieren eliminar, que digan cuáles»; el de Alcobendas (Madrid) ironiza: «es como si el Gobierno, por haberse desmadrado con el gasto, sugiriera como solución fusionarse con Francia». Eso sí los Alcaldes aprovechan para mencionar la auténtica prioridad: mejorar la financiación local.
Estas posturas me recuerdan mucho a los vecinos de María Desamparados García López que están contra del déficit público, que tan genialmente ha descrito en su magnífico artículo publicado en este mismo blog – me atrevería a decir que el mejor que he leído en este foro, con todos los respetos a los excelentes autores que publican sus interesantes reflexiones – que piden y exigen pero no parecen muy dispuestos a asumir los costes de sus demandas y a los que nadie se atreve a explicar las consecuencias de una actitud tan egoísta e insolidaria y tan arraigada en nuestra sociedad. Ándeme yo caliente…
Todos mis respetos hacia las señas de identidad de todos. Yo, a pesar de ser urbanita, adoro las calles y el barrio en los que pasé mi infancia porqué allí están mis raíces, pero no creo que sea razón suficiente para pedir y exigir que no sufran ningún cambio y que deban tener un tratamiento preferente.
Exigir que no se supriman municipios con la coartada del sentimiento de la identidad, el municipalismo o de que los servicios no se prestarán con la misma atención y, por ende, pretender que pequeños municipios ofrezcan toda clase de actividades que a sus vecinos se les puedan antojar con un grado de calidad pareja, al menos, a la de los municipios limítrofes, a pesar de que los medios no sean suficientes y con unos costes asequibles no parece razonable y se debe poner seriamente la cuestión sobre la mesa.
Quizás haya que plantear la cuestión con toda rudeza y contraponer los sentimientos a razones de rentabilidad, eficacia y eficiencia, pero, desde luego, lo que no parece acertado es rasgarse las vestiduras a priori para evitar un debate serio - como ya ocurrió en Cataluña, hace nueve años aproximadamente, cuando la Asociación Catalana de Municipios, dominada por pequeños municipios, montó en cólera y rechazó el Informe Roca, elaborado por un equipo de expertos dirigidos por Miquel Roca que proponía como medida imprescindible, entre otras, la eliminación de 200 municipios con menos de 250 habitantes, respetando su identidad - ni aducir razones tan peregrinas como las que hemos visto que esgrimen algunos políticos para no entrar en materia, que llevan a pensar que existen otras razones menos idealistas en tan rotundas posturas.
La verdad que esa afirmación me hizo sentirme identificado y me transmitió la tranquilidad interior necesaria, al no verme tan sólo y olvidado, para desarrollar mi trabajo durante 13 años en aquel municipio al que me fui adaptando paulatinamente, pero sin que, en ningún momento, me abandonara la sensación, más bien la realidad, de no contar con los medios y las herramientas mínimas para poder desempeñar dignamente mi labor y de que los tímidos avances que experimentaba eran fruto de un esfuerzo ímprobo del que dudaba que formara parte de mis obligaciones, pero al que no debía renunciar si pretendía estar actualizado aunque fuera insignificantemente.
Esta sensación era compartida por otros profesionales de la localidad, tales como médicos, profesores, veterinario, guardias civiles a los que recuerdo patrullando en ocasiones en vespinos de su propiedad, asistentes sociales, etc…, que, igualmente, debían dedicar parte de su tiempo libre y recursos a ponerse al día y procurarse medios con los que no quedarse rezagados en la calidad de sus servicios, y los que me unía la certidumbre de estar perdiendo oportunidades de progresión profesional, personal e intelectual, logrando, en el mejor de los casos, no quedarnos descolgados irremediablemente del pelotón de colegas más afortunados desde el punto de vista de sus condiciones de trabajo.
Es cierto que mentiría si dijera que no guardo buenos recuerdos de esos 13 años y que no aprendí a valorar la tranquilidad – a veces excesiva – de vivir en un pequeño pueblecito, pero la realidad que conocí no me deja lugar a dudas de que el mantenimiento de municipios de escasa población, condenados a luchar por su cuenta, no es racional ni efectivo desde la perspectiva de la prestación de servicios de una calidad mínimamente aceptable.
Recuerdo, con ocasión de los Planes Provinciales de Obras, dado que el Municipio en el que yo me encontraba destinado era, por así decirlo, la capital de zona puesto que los pueblecitos del entorno no superaban los 400 habitantes, la decepción de sus Alcaldes al conocer el montante de dinero que les correspondía en función de sus poblaciones y el caso particular de Alcohujate con una población aproximada de 90 habitantes, inmortalizado por Camilo José Cela en sus “Viajes a la Alcarria” al comentar las pudendas partes de sus mozas, que año tras año se limitaba a colocar 6 o 7 farolas de alumbrado público porque el presupuesto no daba para más.
Es verdad que la situación ha cambiado mucho, pero me temo que no tanto, y no se puede negar que siguen existiendo muchos municipios, demasiados, que apenas pueden hacer frente a una prestación de servicios que los ciudadanos exigen en un alto grado de excelencia, sobre todo en un momento en que las nuevas tecnologías y los campos a los que se extienden las competencias municipales sin parar (urbanismo, servicios sociales, medio ambiente, cultura, turismo, desarrollo rural, seguridad ciudadana, etc…), requieren la participación de personal más cualificado y especializado que antaño cuyo coste incrementa el del servicio.
Con motivo de este debate que la crisis y el ejemplo griego, que en Mayo pasado ha decidido acabar de un plumazo con 679 municipios, han desempolvado tímidamente, el vicepresidente y ministro de Política Territorial, Manuel Chaves, ha declarado que plantear la supresión de municipios es ofender a los ciudadanos y crear problemas.
Sin embargo, si los ciudadanos están en su derecho de demandar servicios públicos de calidad, no comprendo en qué les puede ofender el concienciarles de su coste y qué problemas puede crear el plantearles la alternativa mejores servicios a costa de una organización administrativa más eficiente frente a servicios mediocres a costa de conservar un mal entendido sentimiento de identidad, pues una teórica reestructuración municipal no implica la desaparición física de los pueblos, sino su obligatoria asociación prestacional en beneficio de todos.
Pedro Castro, residente de la FEMP, en una clara línea de oposición a la posibilidad de supresión enfatiza que no se puede olvidar que en España existe un sentimiento de identidad muy arraigado con respecto al pueblo o ciudad de cada uno. Los Alcaldes a los que les ha planteado el tema la prensa se suben por las paredes y eso que, a buen seguro, algunos nunca se encontrarían entre los candidatos a desparecer. El de Sabadell (Barcelona) se defiende diciendo «primero, que me digan qué Ayuntamientos quieren eliminar, que digan cuáles»; el de Alcobendas (Madrid) ironiza: «es como si el Gobierno, por haberse desmadrado con el gasto, sugiriera como solución fusionarse con Francia». Eso sí los Alcaldes aprovechan para mencionar la auténtica prioridad: mejorar la financiación local.
Estas posturas me recuerdan mucho a los vecinos de María Desamparados García López que están contra del déficit público, que tan genialmente ha descrito en su magnífico artículo publicado en este mismo blog – me atrevería a decir que el mejor que he leído en este foro, con todos los respetos a los excelentes autores que publican sus interesantes reflexiones – que piden y exigen pero no parecen muy dispuestos a asumir los costes de sus demandas y a los que nadie se atreve a explicar las consecuencias de una actitud tan egoísta e insolidaria y tan arraigada en nuestra sociedad. Ándeme yo caliente…
Todos mis respetos hacia las señas de identidad de todos. Yo, a pesar de ser urbanita, adoro las calles y el barrio en los que pasé mi infancia porqué allí están mis raíces, pero no creo que sea razón suficiente para pedir y exigir que no sufran ningún cambio y que deban tener un tratamiento preferente.
Exigir que no se supriman municipios con la coartada del sentimiento de la identidad, el municipalismo o de que los servicios no se prestarán con la misma atención y, por ende, pretender que pequeños municipios ofrezcan toda clase de actividades que a sus vecinos se les puedan antojar con un grado de calidad pareja, al menos, a la de los municipios limítrofes, a pesar de que los medios no sean suficientes y con unos costes asequibles no parece razonable y se debe poner seriamente la cuestión sobre la mesa.
Quizás haya que plantear la cuestión con toda rudeza y contraponer los sentimientos a razones de rentabilidad, eficacia y eficiencia, pero, desde luego, lo que no parece acertado es rasgarse las vestiduras a priori para evitar un debate serio - como ya ocurrió en Cataluña, hace nueve años aproximadamente, cuando la Asociación Catalana de Municipios, dominada por pequeños municipios, montó en cólera y rechazó el Informe Roca, elaborado por un equipo de expertos dirigidos por Miquel Roca que proponía como medida imprescindible, entre otras, la eliminación de 200 municipios con menos de 250 habitantes, respetando su identidad - ni aducir razones tan peregrinas como las que hemos visto que esgrimen algunos políticos para no entrar en materia, que llevan a pensar que existen otras razones menos idealistas en tan rotundas posturas.
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