miércoles, 7 de mayo de 2014

Pedir perdón desde las instituciones: una práctica casi insólita

En estas fechas en las que las noticias han hecho un hueco en lo procesal para relatar lo procesional, en medio de tantas perdonanzas, indultos, contriciones, penitencias y amor fraterno, real o de boquilla, cabría preguntarse por qué las instituciones son tan reacias a pedir disculpas a los ciudadanos a los que dañan o perjudican.
Todos sabemos lo difícil que es ya, de entrada, que los tribunales, una Administración –o el operador de un servicio universal- reconozcan un error. La vías son muy tortuosas salvo que le interese a quien erró, en cuyo caso, como es frecuente, se intenta colar por la vía de la rectificación de los errores de hecho lo que son cambios sustanciales. Algo que la jurisprudencia considera fraude de ley y desviación de poder.
Pero aun  partiendo de que, normalmente a instancia del interesado y tras un tortuoso proceso, obtengamos una resolución administrativa o judicial que nos dé la razón y hasta imponga una indemnización, ¿tanto cuesta pedir perdón? Ya sabemos que se resarcen los daños morales, el pretium doloris y conceptos similares. Y que toda indemnización ha de buscar una plena compensación o valor de equivalencia con lo perdido, dañado o dejado de percibir. Pero ¿no falta en esa plena reparación el reconocimiento del responsable? Es suficiente un impersonal “se estima la reclamación” o debería añadirse, incluso con nombres y apellidos, por más objetivo que deba ser el actuar de los poderes públicos, un reconocimiento de la equivocación del ofensor (porque ofensa es sancionarnos por lo que no hemos cometido o pisotear nuestros derechos patrimoniales o funcionariales, por ejemplo).
Tanto la Ley 30/1992, de 26 de noviembre como el EBEP hablan, en un caso, del “respeto y deferencia” y, en el otro, “de la atención y respeto” que las autoridades y funcionarios deben a los ciudadanos. Pero lo del perdón, a salvo alguna tentativa que no sé en qué ha quedado, brilla por su ausencia.
Acabo de leer un trabajo sumamente interesante del investigador colombiano José Camilo Dávila, titulado “El perdón en la organización: la importancia de una disculpa sincera” (Academia. Revista Latinoamericana de Administración, 35, 2005). Y no estaría de más que los responsables de personal o recursos humanos de entidades públicas y grandes compañías de telefonía, telecomunicaciones o energía le echaran un vistazo, sin necesidad de ponerse el sayón y el capirote.
Cuando en julio del año pasado el Síndic de Greuges catalán recordó que desde el año 2009, al menos 6 personas habían perdido totalmente la visión de un ojo y otro número indeterminado había sufrido graves lesiones en otras partes del cuerpo, como consecuencia del impacto de pelotas de goma procedentes de armamento antidisturbios, lo que más admiré de ese informe y de la comparecencia en la que se explicitó, fue que el propio defensor autonómico pidiera “perdón a las víctimas por el retraso en iniciar actuaciones y emitir resoluciones” y el que, al solicitar una moratoria en el uso de dichos proyectiles, instara a todas las Administraciones  e instituciones implicadas que no hubieran actuado con suficiente diligencia “a que pidan perdón a las personas afectadas”. Y resumía brillantemente lo que debía hacerse en este caso: pedir perdón a los dañados, compensar económicamente a las víctimas y, en un ejercicio de transparencia ante el conjunto de la ciudadanía, ofrecer “una explicación pública, ágil y veraz de los hechos”.
Sin duda la entidad pública, mercantil o disfrazada que actuara con tal protocolo en caso de equivocación o culpa grave, ganaría prestigio ante la sociedad. Pero las cosas no son así, ciertamente. Y, para comenzar, la información que a veces se suministra a los interesados, quizá por un prejuicio sobre su capacidad de entendimiento técnico, es penosa o inexistente. En la casuística que cada uno vamos compilando de nuestro entorno próximo, puedo contar cómo, recientemente, en uno de los mejores hospitales del país, en la resección de un riñón dañado, al paciente, en la batalla quirúrgica, le llevaron por delante el bazo sano. Error de libro, lex artis, responsabilidad patrimonial manifiesta… lo que quieran. El hecho es que los hijos de la persona afectada, nada querulantes y con suma comprensión hacia los fallos ajenos, lo único que esperaban era una explicación y, presumiblemente, un perdón. Siguen esperando en medio de una opacidad absoluta.
Yo recuerdo, hace ya un cuarto de siglo, cuando tras unas alegaciones a una denuncia de tráfico rayana en la prevaricación, recibí una sorprendente llamada del Jefe provincial de Tráfico pidiéndome disculpas. La prueba gráfica aportada no dejaba lugar a dudas de la irregular conducta del agente, pero sólo confiaba en que, o se diera cajón al asunto (como en alguna ocasión también experimenté) o se archivara la denuncia con un escueto y lacónico texto de los que valen lo mismo para un roto que para un descosido. Pero me equivoqué y aquella llamada, sin duda heterodoxa en la praxis administrativa, me recompensó más que una hipotética indemnización.
Antes aún, en pleno servicio militar y justamente en un permiso de Semana Santa, un capitán que no supo leer un impreso de alta médica, creyendo que me había escapado del cuartel me mandó a la Guardia civil a buscarme a casa. Cuando le hicieron caer del guindo y quizá por el temor a una reprimenda de la jerarquía, me llamó, insólitamente me pidió disculpas y negoció los días de permiso que deseaba a modo de compensación. Fui prudente ante actuar tan poco reglado, especialmente porque me conmovió, fuera cual fuera su móvil, aquel gesto tan inusual.
Y hablando de móviles (y fijos), ¿cuándo se excusan los operadores de telefonía, auténticas estrellas en las oficinas de atención al consumidor? Al revés, la contumacia en sus actuaciones abusivas, en sus ofertas con gato encerrado, en su permanente volatilización cuando se quiere dar con un responsable físico no deslocalizado, es moneda corriente en el sector. En una compañía más que en otras, pero sin que nadie esté libre de culpa.
En fin, que el perdón brilla por su ausencia. No obstante, yo lo pido si me he extendido en exceso con este comentario.
Leopoldo Tolivar Alas

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