La idea no es mía, me la encontré en una carta al director – siento no recordar en cuál periódico, ni el nombre del autor – hace ya algunas semanas, supongo que durante la última campaña electoral, y me convenció al instante lo que me lleva a pensar que, en mi interior, pensaba algo parecido. Se trata de la trascendencia del voto en blanco. El autor de la idea proponía que los votos en blanco computaran de igual forma que aquellos que se dan a las formaciones políticas que presentan sus listas electorales, de tal modo que, si alcanzaran el porcentaje correspondiente en aplicación de la ley de D´hont, esos puestos no se atribuirían a ninguna candidatura.Así, por ejemplo, si, en el caso del congreso de los diputados que se compone de 350 escaños, el porcentaje de los votos en blanco alcanzase, en su caso, el número equivalente a 50 diputados, la cámara baja se constituiría solo con 300. Esta medida que se aplicaría en cualquier proceso electora estatal, autonómico o local, tendría gran importancia, sobre todo, en aquellos casos en los que se requiriera una mayoría cualificada para la aprobación de propuestas o para la adopción de acuerdos.
Piénsese en el caso de un Ayuntamiento mediano con 25 concejales en el que el voto en blanco se correspondiera con el porcentaje equivalente pongamos que a 3 concejales. La mayoría absoluta requerida para a la adopción de los acuerdos relativos a las materias previstas en el artículo 47.2 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, que sería de 13 concejales, habría que alcanzarla con los restantes 22 concejales, lo que, salvo en casos de mayorías aplastantes, exigiría alcanzar pactos entre las fuerzas representadas, so pena de no poder abordar durante todo el mandato, al no contar con el respaldo suficiente de la ciudadanía, aquellos asuntos que, en principio, el legislador considera de mayor sensibilidad por afectar más profundamente al interés general.
En las elecciones municipales del pasado mayo el porcentaje de participación ascendió a un 66,23 %, cifra nada desdeñable si se tienen en cuenta los tradicionales bajos niveles de participación en América o el 58,9 % de las elecciones legislativas portuguesas de junio de 2011. Pero si se hace una lectura inversa de la participación en las elecciones municipales españolas de mayo – ya se sabe lo de la botella medio llena o medio vacía – hay que constatar que la abstención ha significado un 33,77 % y el voto en blanco un 2,54 %. Es decir, los concejales surgidos de esas elecciones no han sido votados por 12.294.774 de ciudadanos con derecho a voto que representan a más de un tercio del electorado.
Es verdad que habrá que admitir que nadie ha impedido a estos ciudadanos ejercer su derecho de sufragio y que si no lo han hecho sus razones tendrán, pero creo que es un dato sobre el que es necesario reflexionar. No parece una medida saludable para el sistema democrático que, con independencia del grado de participación del electorado, los representantes políticos, con alcanzar la mayoría de los votos válidamente emitidos, puedan abordar cualquier clase de cuestiones por trascendentes que sean y que puedan afectar a una población que no les ha apoyado en un significativo porcentaje.
Tradicionalmente, al menos así me ha parecido siempre, la abstención implica un alto grado de desafección por el sistema democrático, lo que permitiría afirmar que quién no quiere participar y se autoexcluye no tiene derecho a protestar. Pero hoy en día, de entre las diversas causas de la abstención hay que destacar la elevada cota de desconfianza en la clase política. Un reciente estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas pone en evidencia que los políticos son percibidos en la calle como el tercer problema de España, tras la crisis y el paro.
Además, el estudio revela que los ciudadanos que muestran tal rechazo no se encuadran necesariamente entre los más jóvenes, lo que podría concluirse a la vista de los movimientos de indignados a los que asistimos en estos días, sino que tiene una media de edad de 46,13 años. Tiene mayor peso entre los 25 y 34 años; está menos representado entre los más jóvenes (menos de 25 años) y entre los mayores (más de 65 años), así como que la mitad (49,1%) del colectivo tiene trabajo frente a un 19,5% que está en paro y tiene títulos educativos más elevados (24,2%) frente a los que no identifican el problema (17,2%). Su situación económica es superior a la media (33,8%) frente a los que no otorgan gravedad al problema (28,6%).
Estos datos hacen patente que los ciudadanos que repudian a la clase política, ni son una pandilla de jóvenes irresponsables como se quiere tachar por algunos sectores de opinión a los integrantes del 15M, ni su opinión responde a situaciones coyunturales de falta de trabajo, a lo que hay que añadir un notable nivel cultural. Ello lleva a pensar que el alto grado de abstención en las pasadas elecciones municipales tiene su causa en la falta de alternativas a la que se enfrenta una ciudadanía que, vetando a una clase política de la que no se fía, no encuentra otra forma de mostrar su protesta, porque la influencia de la abstención en los resultados electorales es la misma que la del voto en blanco.
Por eso la idea de que los votos en blanco se computaran como si de votos a candidaturas se tratara me parece una forma óptima de captar a quienes no encuentran formaciones políticas que les representen o cuyos programas no les convenzan, para que su presencia se hiciera notar en el seno de las instituciones mediante la fórmula de restar representantes en activo, con la consecuencia, anteriormente apuntada, de que, dependiendo la importancia de ese porcentaje silencioso, no pudieran adoptar resoluciones sobre materias que afectan a una parte del electorado que no quiere ser representado por quienes no le ofrecen confianza o que le ofrecen programas que no tienen en cuenta sus necesidades.
Los políticos no deberían actuar con tanta tranquilidad de espaldas a una parte de la población que no quiere votarles y, una vez pasado el proceso electoral, gobernar como si cualquier nivel de participación bastara o no tuviera importancia el número de votantes que acuden a las elecciones que legitiman su mandato, como si el único objetivo fuera obtener la mayoría de los que hubieran votado sin importarles que porcentaje del cuerpo electoral encarnan y encastillarse en una situación irreal, porque no hay que perder de vista que toda esta fuerza electoral desmotivada es fácil presa de propuestas populistas que, después, en caso de prender en los votantes, no tendrán una fácil marcha atrás.
Puede que la idea sobre la trascendencia del voto en blanco que me limito a transmitirá ya que, como he dicho no es mía, no sea la mejor solución para regenera un sistema democrático que necesita imperiosamente una reactivación, pero no deja de ser una posibilidad sobre la que debatir. De todas formas se admite cualquier clase de idea al respecto.
Jesús Santos Oñate